En torno de la huelga general

Por Luis Araquistain

 

Por ser oportuno y de tan maestra pluma reproducimos este hermoso trabajo leído en el mitin organizado por la Agrupación socialista madrileña.

 

A la mayor parte de los periódicos madrileños, lo mismo que al Gobierno, la huelga general del 18 de diciembre les ha cogido por sorpresa. No les ha sorprendido, claro es, el acontecimiento, que se venía anunciando de mucho tiempo atrás. La sorpresa ha sido más bien intelectual. No han sabido explicársela, no han comprendido su propósito ni han estado seguros, por lo tanto, de calificarla de éxito o fracaso. Algunos –el Gobierno entre ellos- la calificaron de derrota obrera, primero; los mismos declararon el día siguiente que era la mayor huelga que se conocía en España y una gran victoria para los trabajadores. Otros vieron en ella, aunque a disgusto, un signo de europeización, una prueba de que España abría, por fin, sus puertas a los vientos de fuera, si bien en este caso de trataba de malos vientos. Muchos han reaccionado ante la huelga general como si, más que habitantes de este planeta y de Europa, fueran criaturas caídas, de pronto, de Sirio. Es lamentable tanto desconocimiento de este profundo fenómeno social, porque lo mismo la ligereza de los que lo juzgan cosa baladí, como el terror de los que ven en él un anuncio de catástrofe cósmicas, distraen la atención pública y gubernativa del mal de que es claro síntoma, y aconsejan remedios –la violencia suele ser el más socorrido- que guardan la misma congruencia curativa que un emético para el reuma.

 

¿Pero es tan insólita e inaudita una huelga que no puedan saber los gobernantes y los periódicos a qué especie pertenece y la actitud que, en consecuencia, debe tomarse? La huelga es probablemente tan vieja como el hombre. Las pirámides egipcias y las construcciones medievales presenciaron, desde luego, más de una. La huelga es una de las formas de protesta del espíritu de renovación que duerme en la entraña de toda sociedad humana. Naturalmente, cuanto más clara la conciencia del hombre en sus relaciones con los demás hombres, mayor ha de ser su agitación social. Por esto, la época contemporánea es la época de las huelgas gigantescas. Comienzan con el movimiento cartista en 1842. Todavía en aquel tiempo la huelga estalla como un fenómeno elemental, sin una organización que lo encauce, sin una finalidad concreta que lo oriente. Luego hay una gran pausa. La clase obrera parece escarmentada por los exiguos resultados del cartismo, que ha ejercido una fecundísima influencia sobre el movimiento social contemporáneo; pero que entonces tuvo a los ojos de todo el mundo las trazas de un fracaso. Esta es una de las tragedias del hombre social: no puede juzgar de los hechos más que por sus frutos inmediatos, y se desespera al ver que no son tan grandiosos como él imaginaba; le está vedado prever toda la rica cosecha que darán sus actos en el porvenir. También ahora hemos oído preguntarse a muchos obreros: “Y bien, ¿qué hemos ganado con esta huelga? Ninguna gran batalla se gana en el momento de reñirse. Las grandes victorias fructifican siempre en el futuro, a veces lejano, cuando quizá ya han muerto de melancolía los triunfadores. ¿Quién le hubiera dicho a Napoleón que en Torres Vedras había recibido su poderío un golpe de muerte?

 

Después del cartismo, la clase obrera archiva por un tiempo la idea de la huelga general; pero, en cambio, la ideología anarquista comienza a ver en ella el punto de apoyo que pedía Arquímedes para mover el mundo, el vehículo necesario para llegar al reino de la utopía. Al descubrir la fuerza social de la huelga, se la exageró fantásticamente, creyendo que bastaba para revolucionar el mundo de la noche a la mañana. Sería suficiente que un día se cruzaran de brazos todos los trabajadores de la tierra para apoderarse automáticamente, sin ningún esfuerzo, del Gobierno de todos los pueblos. Se hicieron algunos curiosos ensayos. El de España, en 1873, organizado por aliancistas o prosélitos de Bakunin , fue uno de los más interesantes y de los desastrosos. La “Memoria sobre el levantamiento de España en el verano de 1873” que Engels escribió para Volkstaat, refiere detalladamente y critica severamente este episodio del movimiento obrero español.

 

Después de estas ambiciosos y frustradas tentativas, la idea de la huelga general perdió su crédito durante algunos años y la clase obrera hubo de conformarse con las huelgas parciales de finalidad puramente económica. En rigor económicas son casi todas las huelgas. Pero algunas pueden transformarse en políticas, por su extensión, aunque el fin se siempre económico. Una huelga en los ferrocarriles de un país puede no pretender más que un aumento de jornal o una disminución de jornada. Sin embargo, si entorpece o paraliza la vida nacional de tal suerte que su prolongación sea un peligro para la sociedad entera, puede verse obligado el Estado a intervenir y compelar a una de las partes o a ambas partes a una transacción. En este caso la huelga económica se transforma en política. Tal es lo acontecido en la huelga ferroviaria del pasado verano. Pero también hay huelgas puramente políticas. Las que hubo en Bélgica en 1892, en 1902 y en 1912 fueron puramente políticas: no tenían otro fin que la reforma electoral. A su vez una huelga política se subdivide en dos variedades: la huelga compulsiva, como las mencionadas de Bélgica, y la huelga de protesta o manifestación, que generalmente se organiza por tiempo limitado, de ordinario por un día, rara vez más de tres. Tal es el caso de la huelga del día 18.

 

En suma, las huelgas pueden clasificarse en las especies y subespecies siguientes: primero, la huelga puramente económica entre el proletariado de una fábrica y sus obreros o entre una industria local y una Sociedad obrera, sin que sus efectos alcances vitalmente al resto de la comunidad; segundo, la huelga económica que por su extensión o duración afecta a toda la vida nacional y obliga al Estado a intervenir, con lo cual se convierte en política; tercero, la huelga puramente política en pro de una reforma o contra un abuso del Gobierno, la cual se subdivide en compulsiva (duración indefinida) y en manifestante (tiempo limitado). Un Gobierno que no quiera obrar a ciegas, como caballo loco es una cacharrería, debe saber exactamente la naturaleza de cualquier huelga que se le presente, para no incurrir en errores de tratamiento ni usar de la violencia donde muchas veces bastaría un poco de suavidad y de razón. Esto en cuanto a los gobernantes.

 

Ahora bien, ¿sirve de algo la huelga general? La utilidad de esta poderosa arma variará, naturalmente, según sus fines, las circunstancias en que se recurre a ella y el país donde estalle. ¿Hubiera podido evitar la guerra europea? Gran lástima que no se pusiera a prueba su eficacia en tan terrible ocasión. Pero aquí sólo queremos examinar su validez dentro de un país. Si se examinan los ensayos hechos hasta ahora en Bélgica, en Holanda, en Suecia, los resultados son poco decisivos. Pero el valor de las ideas no se juzga por su experiencia histórica, precisamente porque todo progreso es siempre una experiencia nueva y distinta de todas las anteriores. De la huelga general puede decirse que aun está por ensayarse plenamente; lo que hasta ahora se ha hecho son simples tanteos; sólo cuando la clase obrera esté completamente y tenga clara y firme conciencia de su fuerza y de sus derechos podrá verse si la huelga general es un mito que hay que abandonar definitivamente o una positiva estrategia social de supremo poder.

 

¿Quiere esto decir que los pueblos poco industrializados, esto es, los pueblos donde la clase trabajadora no ha adquirido aún plena conciencia de liberación y donde está rudimentariamente organizada, no son aptos para servirse de la huelga general como arma política? Karl Kautsky , en un trabajo que escribió hace más de diez años sobre la huelga general, dice, refiriéndose a Rusia, que precisamente el atraso económico de este país permite a su clase obrera defender los intereses generales de la nación en coincidencia con los suyos particulares. En todas partes, si se examina a fondo el problema, los intereses de la clase obrera coinciden con los de todas las demás clases, sobre todo con los de la media inferior. Pero en todos los países muy industrializados esta comunidad de intereses es menos visible; más bien parece en ocasiones que los separa un antagonismo irreductible. Por esta razón, en las naciones de gran desarrollo económico, donde existe una clase obrera bien despierta y organizada, los hechos sociales, especialmente las huelgas, toman el carácter de una pugna de los trabajadores contra el resto de la sociedad. En cambio, en los poco industrializados, las organizaciones obreras pueden ser el órgano que vele y combata por la mayor parte de la nación contra las oligarquías dominantes. Lo que dice Kautsky de Rusia es aplicable a España.

 

Así se explica el éxito de la última huelga general. Burlada por un Gobierno entregado a la plutocracia y por un Parlamento distraído en estériles discusiones, la nación española, sobre todo el comercio pequeño, vio que la clase obrera, al ir a la huelga, asumía la defensa de los intereses comunes de todos. Y lo que acaso faltó en organización y conciencia de clase quedó suplido por la simpatía y comunidad económica del resto de la nación. Esta es la fuerza de la clase obrera española: que en sus luchas y propósitos coincide con el interés colectivo de España. En este sentido, la última huelga ha sido una profunda revelación. En ella se ha visto que de una lado están el Gobierno y los que con él sirven a la plutocracia reinante, y de otro lado, el resto del pueblo, obreros y empleados, comerciantes y pequeños industriales. La acción política, tal como actualmente es posible, no puede conducirnos muy lejos; estamos por decir que el Parlamento es algo así como un callejón sin salida. No puede negarse de él; pero sería insensato no suplementar la acción dentro de él con la lucha en la calle. Desde este punto de vista, la huelga general del día 18 ha contribuido seguramente al desenvolvimiento de España más que todo el largo período legislativo de las Cortes que acaban de cerrarse.

 

EL OBRERO BALEAR

Núm. 779, 6 de enero de 1917

CRISIS DE SUBSISTÈNCIES