LOS SUCESOS DE BARCELONA

 

 

I

Para describir los sucesos ocurridos en la capital de Cataluña durante la semana del 26 al 31 de julio último sería preciso, no una serie de sintéticos y superficiales artículos como los que nos proponemos trazar, sino un abultado tomo de algunos centenares de páginas, en las que acompañase en todo momento, a la clara explicación de los hechos, el correspondiente comentario.

 

Mas como ni todo lo ocurrido puede relatase, ni cuanto aún pudiendo ser trasladado al papel habría que tener cabida en las columnas de El Socialista, por falta de espacio, haremos lo posible para concretar y resumir, con el exclusivo fin de que el lector tenga de los mentados sucesos una idea aproximada, tan imparcial como exacta, desprovista de las exageraciones tan torpes como ridículas, transmitidas a todas partes por periodistas y escritores a sueldo de la burguesía reaccionaria, con el propósito de dar cumplida satisfacción a la ruindad de sus bajas pasiones.

 

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El embarque de reservistas en el puerto de Barcelona, en el mismo puerto donde se había presenciado el envío de tantos miles de hombres en la flor de la juventud para Cuba y Filipinas, devueltos a la Península en pequeños restos de aspecto hambriento y cadavérico; la reprise de aquellos embarques presenciados por inmenso público, parte del cual llora aún la pérdida de seres queridos, cuyos huesos quedaron para siempre en las que fueron últimas colonias de España; el llamamiento a los reservistas, casados muchos, con hijos no pocos; las noticias que se recibían de Melilla, nada halagüeñas; la general convicción de que la guerra acababa de emprenderse no afectaba en lo más mínimo a los intereses de la nación, sino a los de algunos capitalistas, dueños de determinadas minas en Marruecos, y el irritante privilegio, siempre en pie, imponiendo a los desheredados la dolorosa contribución de sangre y eximiendo de ella a los inútiles, a los satisfechos, a los que disponen de un puñado de pesetas, fueron otros tantos motivos de disgusto para el pueblo obrero, que se enternecía al presencial el despido que padres, madres, hermanas y esposas hacían a los destinados a luchar y acaso a perecer en el Rif.

 

De este general descontento surgió espontáneamente el espíritu de protesta, manifestado en las calles de Barcelona durante la semana anterior a la revuelta, en la que repetidos grupos, que fueron siempre disueltos por las fuerzas de de Orden Público intentaron, aunque en vano, exteriorizar este sentimiento del pueblo.

 

Estas tentativas de manifestación fueron reprimidas de una manera brutal por Ossorio –el gobernante más orgulloso y fanfarrón de cuentos han existido desde que hay gobernadores en el mundo-, el cual se permitió publicar un bando en el que insultaba a los manifestantes, diciendo de ellos que eran los profesionales de la algarada y otras simplezas impropias de un candidato a ministro, según era por aquel entonces el muy hinchado y petulante señor Ossorio y Gallardo. Durante su largo período de mando en el Gobierno Civil de Barcelona había tenido este señor el triste don de malquistarse con todo el mundo, estando de él hasta la coronilla, así los industriales como los obreros, lo propio las artistas que las empresas teatrales, cafés, periódicos, etc. Etc., pues a todos había molestado, a todos había perjudicado en sus intereses y hecho sentir los efectos de su tiranía y de su incomparable orgullo.

 

A la masa del pueblo, dispuesta a protestar contra el Gobierno por la loca aventura de Melilla uniose, pues, otra gran masa pronta a hacer algo, fuere lo que fuere, encaminado a poner término a la dictadura que no por ser de opereta dejaba de resultarle sumamente perjudicial, ejercita desde el Gobierno Civil de la provincia.

 

Habíase empezado a celebrar una serie de mítines de protesta contra la guerra, entre ellos uno importantísimo en Tarrasa, en el que habían tomado parte anarquistas y socialistas, aprobándose unas conclusiones francamente revolucionarias. Iguales actos se preparaban en Sabadell, Mataró y otras importantes poblaciones de Cataluña. En Barcelona se había iniciado la idea de la celebración de un gran mitin, en el que habían de hacer oír su voz socialistas sindicalistas y anarquistas, exteriorizando sus sentimientos de aversión y de protesta contra el odioso principio de la guerra en general, y contra la de Melilla en particular.

 

Las noticias de Marruecos, que empezaban a llegar mutiladas por la censura, eran comentadísimas en todas partes. En el taller, en el café, en el teatro, en el paseo, no se hablaba más que de la nueva calamidad que pesaba sobre España, de la guerra que empezaba a diezmar nuestra juventud, apenas rehecha de las hecatombes de Cuba y Filipinas. La misma censura, tachando lo que al Gobierno no le convenía que fuese del dominio del pueblo, contribuía a hacer mayor la alarma y la intranquilidad. Circulaban noticias estupendas. De tal batallón, que habíamos visto embarcar pocos días antes, sólo quedaban con vida contados soldados; los restantes habían muerto víctimas de las balas de los moros o de enfermedades contraídas al llegar al suelo africano.

 

Nuevos embarques realizados en el muelle hacían más verosímiles las anteriores versiones. Además, como el Gobierno había dicho que sólo mandaría 6.000 hombres a Melilla, y como los embarcados eran ya muchos más, la deducción era lógica.

 

El domingo 18 de julio, a las cinco de la tarde, abandonaba el cuartel del Buen Suceso otro batallón de cazadores, creemos que el de Barcelona. No siguió a lo largo de las Ramblas, como los anteriores, pero la atravesó en medio de un grupo compacto, apretado, que llenaba la gran arteria y las calles de Santa Ana y Canuda. En las conversaciones, en los semblantes, en las lágrimas vertidas por ancianas mujeres y jóvenes mozas se reflejaba algo de lo que pensaban y sentían. Era aquella una palpitación del pueblo, sincera y expresiva, que no dejaba lugar a la menor duda. En el momento del embarque ocurrió algo que de un modo velado expusieron los periódicos del siguiente día, imposible de reproducir en este momento. Exasperó más los ánimos de la multitud que acudía a despedir a los soldados al muelle, la presencia de empigorotadas señoras que repartían escapularios y otras baratijas a los muchachos, no cpos de los cuales los echaron al agua desde la cubierta del mismo vapor que había de conducirlos a Melilla.

 

El mismo domingo 18, celebró su II Congreso la Federación Socialista de Cataluña, aprobándose en él una protesta contra la guerra y la celebración de una serie de mitins, el primero de los cuales había de ser organizado por la Juventud Socialista de esta capital en brevísimo plazo.

 

También Solidaridad Obrera, el primer organismo económico de los trabajadores de la región catalana, convocó para el viernes 28 de julio una reunión de delegados de las Secciones adheridas, para tratar de la guerra de Melilla. En el orden del día, que fue enviado al Gobierno Civil con el oficio dando cuenta de la reunión, no se decía más; no obstante, el gobernador no se limitó a prohibir el acto, sino que mandó el documento a los Tribunales. La reunión oficial no se celebró. A la hora anunciada, el gobernador, muy vivo en envió un delegado al local de Solidaridad, pudiéndose convencer este servidor de Ossorio de que los obreros ajustaban su conducta a los mandatos de la primera autoridad civil.

 

Al propio tiempo, en el número de LA INTERNACIONAL de aquella semana se lanzaba la idea de convocar inmediatamente un Congreso nacional de Sociedades Obreras para discutir si procedía acordar la huelga general como protesta contra la guerra de Marruecos.

 

Es imposible demostrar la rapidez con que se abrió paso la idea. El jueves se publicaba el número e LA INTERNACIONAL, el viernes se convocó la reunión de Solidaridad Obrera, aunque no se llevó a efecto, según dispuso el gobernador. No obstante, el sábado era creencia general que el lunes estallaría la huelga. Hemos dicho creencia general, que, como siempre, ignoraban por completo el pensar y el sentir del pueblo.

 

Cómo estalló la huelga y la importancia de la misma, será objeto del siguiente articulo. C.

   

EL OBRERO BALEAR

Núm. 401, 13 de noviembre de 1909

 

LOS SUCESOS DE BARCELONA

II

La huelga general

 

 

No faltó quien durante la semana que precedió a la de los acontecimientos propuso que el movimiento se aplazase hasta el 2 de agosto, con el propósito de que revistiese un carácter más general, extendiéndose, a ser posible, a todas las poblaciones de España y dándoles la uniformidad que de otra manera forzosamente había de carecer. Conforme estaba la mayoría con este razonamiento, pero un número no pequeño de impacientes se opuso a esta proposición, suponiendo que de aceptarse perdería oportunidad el movimiento. Los hechos han evidenciado después la trascendentalísima importancia que la protesta hubiese revestido a haber alcanzado en el resto de España sólo una parte de la consistencia tenida en Cataluña. ¡Quién sabe las consecuencias que hubiera tenido un movimiento general de esta naturaleza, sin la impaciencia de algunos compañeros, entusiastas, si, pero en nuestro concepto equivocados, por esperarlo todo de la acción individual, desconociendo la gran función social llamada a desempeñar por la colectividad obrera Admiradores de la escuela de Nietzsche, la humanidad no existe para ellos más que en forma de individuos aislados, sin que la acumulación de esfuerzos de las multitudes constituya ningún factor en la eterna obra de perfeccionamiento social y de progreso humano.

 

Se iba, pues, definitivamente al paro general, y ya de acuerdo con el todas las fuerzas obreras militantes, sin distinción de escuelas, pusiéronse a trabajar con gran denuedo. Durante el sábado fueron escritas gran número de cartas, dirigidas en su mayoría a diversas poblaciones de Cataluña dando cuenta de la situación y de los propósitos que perseguían.

 

El domingo 25 acudieron a Barcelona algunos delegados de organizaciones obreras: unos venían con el fin de ultimar detalles respecto a la celebración de mítines de protesta contra la guerra otros para asuntos de Solidaridad Obrera, etc., etc., a todos los cuales se les puso al corriente de los propósitos que abrigaba el proletariado barcelonés, prometiendo todos hacer lo posible para secundar el movimiento.

 

Así transcurrió el domingo, y cerca de la una de la madrugada reuniose por primera vez en pleno la Comisión Ejecutiva de la huelga, compuesta EXCLUSIVAMENTE de delegados de entidades obreras, socialistas y anarquistas. Cuanto se ha dicho, pues de intervención de elementos no obreros, es pura fábula inventada con los más aviesos fines.

 

A las tres de la madrugada terminó la reunión de referencia, e inmediatamente se transmitieron las órdenes oportunas para que no empezase el trabajo en fábricas y talleres. A las cinco de la mañana había apostadas en todas las grandes vías por donde pasan los obreros que viven en los suburbios para dirigirse a la ciudad delegados que transmitían el acuerdo de la huelga general, que era recibido con aplausos, particularmente por las mujeres. A medida que se transmitía la orden se constituían espontáneamente nuevas Comisiones que recorrían los sitios de trabajo, invitando a abandonarlo a los pocos obreros que, desconocedores unos de lo que ocurría y apocados otros, habían acudido a la labor a la hora de los demás días.

 

Hasta aquí todo había salido bien. El paro, que ya podía considerarse general, se había efectuado sin la menor protesta, casi sin encontrar las más pequeña resistencia en ninguna parte: tan identificado estaba el pueblo obrero con la protesta contra la desatentada guerra de Melilla, que conceptuaba hecha exclusivamente para defender los intereses de una Compañía minera.

 

Pero pronto corrió la noticia de que circulaban los tranvías.

 

La Comisión de huelga había contado ya con ello. Sabía que Foronda, gerente de la Compañía de Tranvías de Barcelona, diputado maurista y amigo íntimo de Ossorio, no había de conformarse con el paro, y era de esperar que pondría los carruajes en circulación, como así lo hizo. Sabía además la Comisión que no podía contar con la cooperación del personal de la Compañía, reclutado casi todo en el destrito de que es diputado cunero Foronda y refractario a la Asociación hasta el punto de haber sido inútiles cuantos trabajos se han hecho para reorganizar la Sociedad de Obreros de tranvías, en un tiempo la más importante y batalladora de Barcelona y acaso de España. La última tentativa de reorganizar costó cerca de un centenar de despidos y algunas detenciones. Además, Ossorio se atrevió a decir a una Comisión de obreros tranviarios que le visito una vez, que mientras él estuviese en Barcelona los tranvías circularían siempre. Por todo ello, la Comisión de huelga daba como cosa cierta que la mayor dificultad con que había de tropezar el paro total serían los tranvías.

 

Mas la noticia de que éstos circulaban empezó a divulgarse por los suburbios, y a eso de las nueve de la mañana acudieron al paseo de Gracia, a la Gran Vía y las Rondas en toda su extensión miles y miles de trabajadores de ambos sexos procedentes de las afueras y dispuestos a impedir la circulación de todo genero de vehículos. Se dio la orden de paro a los conductores de tranvías, contestando unos que cumplían órdenes recibidas y haciéndose otros los desatendidos. Pronto una lluvia de piedras destrozó los cristales de algunos coches, mientras la multitud prendía fuego a otros. Acudió al paseo de Gracia, donde se producían estos hechos, alguna fuerza de Orden público que fue arrollada por la gran muchedumbre. En todos estos actos tomaron parte activa las mujeres, en su mayor parte de las fábricas. Entonces se dispararon los primeros tiros.

 

Ossorio se hallaba como el que despierta de una pesadilla y no acierta a darse cuenta de la realidad.

 

Durante la noche anterior había recibido un telegrama del ministro de Gobernación preguntándole lo que ocurría en Barcelona, pues según referencias –decía La Cierva- se preparaba algo por parte del elemento obrero para el día siguiente. El gobernador contestó al ministro que, en efecto, algo habían intentado los trabajadores, pero que fracasarían, bastándose y sobrándose para restablecer el orden, si pretendiesen alterarle.

 

A las once del lunes 26, La Cierva telegrafiaba nuevamente a Ossorio diciendo que estaba enterado de los acontecimientos, y que, en efecto, sobraba.

 

El soberbio Ossorio era hombre al agua. SU anhelo de alcanzar una cartera había fracasado por completo. Lo que no habían podido conseguir los radicales, los industriales, empresas periodísticas y teatrales con más de dos años de tremenda lucha contra el despotilla, lo alcanzaban los obreros a las dos horas de haberse cruzado los brazos. Merecido pago al que tan soberbio se había mostrado con todos, altos y bajos, considerándose a sí mismo poco menos que una institución.

 

Poco después de las once se reunieron las autoridades, acordando declarar la plaza en estado de guerra.

 

La protesta quedaba hecha, unánime, colosal, imponente, de todo un pueblo.

 

Durante la mañana empezaron a llegar noticias de las poblaciones más importantes de Cataluña, dando cuenta de que el movimiento había sido secundado en todas partes. En Sabadell, Tarrasa, Granollers, Villanueva y Geltrú, Sitjes, Mataró, Manresa, y en la mayor parte de las localidades de alguna importancia de la provincia de Gerona, la huelga era general y unánime la protesta.

 

Antes del medio día las tropas salieron de los cuarteles.

 

En distintas partes de la ciudad se registraron choque entre el paisanaje y la Guardia Civil y la policía, efectuándose algunas detenciones. El cable de los tranvías fue cortado en casi todas las líneas.

 

Por las Ramblas, las Rondas, el Paralelo y las más importantes vías de la población circulaban un gentío enorme, dominando el elemento obrero.

 

No habían llegado los periódicos de fuera y los de la localidad fueron recogidos por orden de la autoridad.

 

Circulaban las noticias más estupendas. Que en Valencia había ocurrido tal o cual cosa; que en Madrid esto y lo otro; que en Zaragoza, Bilbao y demás poblaciones importantes la huelga era también general, etc., etc. Se suponían recibidas las noticias de Melilla dando cuenta de grandes desastres experimentados por las tropas españolas; se hablaba de todo, en una palabra, sin tenerse noticias de nada ni de ninguna parte. Afirmábase, no obstante, que los rieles de las líneas del litoral y de Manresa había sido levantados en algunos sitios y que bastantes puentes eran destruidos.

 

La autoridad militar contaba con escasas fuerzas: unos 800 hombres de tropa, de 800 a 900 guardias de Orden público y 1000 guardias civiles escasos. ¿Cómo dominar el perímetro de unos 8 kilómetros de ancho por más de 12 de largo que abarcaba la ciudad revuelta?

 

¿Qué ocurriría al día siguiente? Esta era la pregunta que se hacían los barceloneses a última hora del lunes y que nosotros trataremos de explicar en el artículo siguiente.- C.

 

EL OBRERO BALEAR

Núm. 402, 20 de noviembre de 1909

 

LOS SUCESOS DE BARCELONA

 

III

 

Nada extraordinario ocurrió durante las primeras horas del martes, si se exceptúan algunos choques entre los elementos revolucionarios y la Guardia Civil y la policía habidos en distintas calles del centro de la ciudad y de los suburbios.

 

La multitud, que durante el día anterior había llenado constantemente calles, paseos y plazas en busca de las emociones propias de la huelga general, parecía algo más retraída el martes ante el cariz revolucionario que empezaban a revestir los acontecimientos.

 

Oíase a intervalos un tiroteo más o menos nutrido, y sabiase de modo exacto que Barcelona estaba casi aislada del resto del mundo, con el que solo podía comunicarse por medio del cable de Marsella o por mar. Los restantes medios de comunicación, telégrafos, teléfonos y ferrocarriles quedaban inutilizados por efecto de la rotura de cables, levantamiento de raíles y destrucción de puentes en todas las líneas.

 

Una Comisión de revolucionarios de Sabadell se había presentado durante la noche del lunes a la Comisión de huelga de Barcelona, dando cuenta de los acontecimientos ocurridos en aquella ciudad, añadiendo que la Revolución había triunfado en ella y que había 1500 hombres armados dispuestos a venir a la capital tan pronto recibiesen la orden, para ponerse completamente a disposición de la Comisión de huelga o de quien ésta designase. La Comisión agradeció el ofrecimiento de los camaradas sabadellenses, pero les dijo que de momento no precisaba su concurso. De Mataró, de Tarrasa, de San Feliu de Llobregat y otras importantes poblaciones de la región se sabía asimismo que había importantes y numerosos elementos armados dispuestos a venir a Barcelona si se juzgaba necesaria su presencia.

 

La Comisión de huelga se hallaba en una situación difícil. Había preparado un paro general en señal de protesta contra la guerra en Melilla y contra la política de represión del Gobierno conservador, y no sólo había conseguido plenamente su objeto, sino que el movimiento adquiría un carácter revolucionario no previsto por ella. ¿Qué hacer entonces? El pueblo había sido lanzado a la calle y, con su actitud, demostraba no estar satisfecho con la obra realizada. Quería algo más que simples protestas.

 

Entonces la Comisión se avistó con determinadas personalidades de los partidos de la extrema izquierda burguesa, que se llaman revolucionarios, con objeto de buscar una fórmula encaminada a encauzar el movimiento, sacando de él toda la utilidad posible. Sindicalistas, socialistas y libertarios, esto es, todas las fuerzas obreras militantes barcelonesas estaban conformes en que aquel adquiriese matiz republicano, siempre que alguna de las personalidades aludidas quisieran aprovechar las circunstancias para la implantación de sus ideales. Pero estas entrevistas dieron un resultado totalmente negativo. Después de tanto alardear aquellos de revolucionarismo, la Comisión hubo de convencerse de que la revolución sólo era deseada por el pueblo, por el mismo pueblo que empezaba a dar su contingente de víctimas, que se batía a la vez en cien lugares distintos y que se disponía a levantar barricadas.

 

No hubo entre las personalidades consultadas quien se atreviera a dar el paso decisivo, a pesar de que el pueblo era dueño de la capital. Una alegó que sin la previa consulta con el jefe no se creía autorizado para determinar nada; otra indicó que lo imprevisto de los acontecimientos hacía imposible toda resolución, etc., etc. Era inútil, pues toda otra iniciativa.

 

El movimiento estaba destinado a morir de consunción, sin hacerse un vigoroso esfuerzo para conseguir alguna ventaja que compensara en parte los inmensos sacrificios realizados.

 

Entre tanto los hechos iban revistiendo mayor gravedad. Los choques con la fuerza armada eran más intensos, y en algunas calles se sostenían verdaderos combates.

 

Pero las circunstancias se agravaron más y más durante la tarde.

 

El que escribe estas líneas atravesó la ciudad desde la Rambla del Centro hasta la entrada de Gracia, a la una y media, sin observar en la calles otra anormalidad que la expresada. No obstante, al penetrar nuevamente en el caso de la población dos horas más tarde, el aspecto había cambiado por completo. La ciudad estaba en plena revolución. Habíanse construido como por encanto centenares de barricadas. Calculase en más de 800 metros cuadrados los trozos de calle desempedrados para levantarlas.

 

En los barrios populares, particularmente en el Paralelo, se había concentrado una multitud enorme, que llenaba por completo la amplia Ronda de San Antonio.

 

De pronto surgió una columna de humo, elevándose al firmamento, y poco después otra. Eran la iglesia y el convento de las Jerónimas que ardían y el grandioso establecimiento de los escolapios, iglesia, escuela, academia, laboratorio y no sabemos cuántas cosas más, que asimismo acababa de seer entregado a las llamas.

 

No tardaron en surgir nuevas columnas de humo. Al anochecer del martes ardían, entre la ciudad, el ensanche y los suburbios, una treintena de iglesias y conventos.

 

El incendio continuó su obra durante toda la noche y parte del siguiente día, destruyendo, todos o en parte, unos 70 edificios de este género.

 

La célebre quema de conventos del año 35 del pasado siglo había sido un ensayo comparado con la que acababa de producirse.

 

De “fuego de virutas” calificó acertadamente Anselmo Lorenzo la quema efectuada. Así la consideramos nosotros; pero el pueblo tenía motivos más que fundados para ver con regocijo la destrucción de tantos edificios en los cuales se hace una odiosa competencia a los salarios y se ejerce una explotación por demás infame.

 

Sobre estos extremos diremos algo más en el artículo inmediato.- C

 

EL OBRERO BALEAR

Núm. 403, 27 de noviembre de 1909

 

LOS SUCESOS DE BARCELONA

 

IV

La quema de conventos

 

Al iniciarse el fuego en el establecimiento de los Escolapios, se produjo entre la enorme multitud que llenaba las Rondas un movimiento general de intensa satisfacción. ¿Era ésta justificada? Si. Tal vez en ninguna otra población del mundo lo fuera tanto como en Barcelona, pues acaso no hay otra donde la invasión clerical haya revestido tan agudos caracteres como en la capital de Cataluña.

 

De unos veinte años a esta parte, Barcelona ha adquirido un desenvolvimiento colosal. La ciudad, relativamente pequeña, se ha transformado en una población inmensa, que va extendiendo sus construcciones a las faldas de los montes vecinos, después de llenar el llano en un extensísimo perímetro.

 

Con este colosal crecimiento ha coincidido la fundación de centenares de conventos y edificios destinados al culto católico. Los hay de todas clases, de todas las órdenes y dedicadas a todo género de producciones. Entre los hombres hay jesuitas, escolapios, salesianos, del Sagrado Corazón de María, de San Vicente de Paul, Siervos de María, de San Juan de Dios, Capuchinos, de la Doctrina Cristiana e infinidad de otras clases y categorías, cuyos nombres desconocemos. Respecto a las mujeres, el número y las clases es todavía mayor, entre las que recordamos las del Sagrado Corazón, del Loreto, Reparadoras de Jesús y María, Salesas, Josefinas, Oblatas, Franciscanas, de Enseñanza, de la Divina Pastora, Concepcionistas, del Buen Pastor, Adoratrices, de San José de la Montaña, etc., etc.

 

Esta gente, que constituye un enjambre colosal, vive cómodamente a expensas de la gran ciudad trabajadora y laboriosa. Parte de ella se dedica a la enseñanza, y la restante trabaja o hace trabajar a reclusas, a niños y niñas desgraciadas a quines la fatalidad ha llevado a estos establecimientos, en los cuales se lava, se plancha, se borda, se confecciona corsés, ropa blanca, equipos para novias, chalecos, ropa de munición, corbatas y muchísimos otros géneros de clases distintas.

 

Estas labores son realizadas por las monjas a precios inverosímiles, lo que pueden efectuar perfectamente, por cuanto no sólo no abonan jornal alguno a los reclusos, sino que por toda comida les dan una miserable bazofia, insustancial e insuficiente para organismos en pleno desarrollo.

 

Como el trabajo que efectúan es mucho y el gasto que les ocasiona es poco o casi nulo, los beneficios que les reporta han de ser considerables. Sólo así se explica la construcción de tantos y tan soberbios edificios levantados durante los últimos años para las comunidades religiosas en la Ciudad Condal. La munificencia de las clases adineradas, su prodigalidad para con las monjas y frailes, no significa ni una pequeña parte de las cuantiosas sumas invertidas sólo en la construcción de edificios, entre los cuales sobresalen, por lo grandes, por los soberbios y por los y por lo artísticos, el que los Escolapios poseen en Sarriá (además del destruido por el incendio en la Ronda de San Anonio); el de los jesuitas. También en Sarriá: el de los jesuitas, en la calle de Caspe; el de las Salesianas y otros. Es incalculable la millonada que representan tantos edificios levantados en el centro de la ciudad en el ensanche y en el resto del llano de Barcelona.

 

¿De donde proceden tan cuantiosos capitales? Ya lo hemos dicho; y en su inmensa mayor parte de la doble e inicua explotación que en estos edificios se realiza, de la que tocan dolorosas consecuencias, no sólo los infelices desgraciados a quienes el fatal destino ha llevado a aquellos antros, sino miles y miles de obreras de todos los oficios, obligadas a morir trabajando día y noche para ganar jornales indignos por lo bajos, pues por mucho que se dejen explotar, pesa siempre sobre ellas como losa de plomo la amenaza de la confección del convento.

 

Aunque no en detalle, el pueblo conoce toda esta funesta labor realizada por la plaga clerical que ha caído sobre Barcelona. Sabe además que cada convento es un centro de perpetua conspiración contra todo principio de democracia contra toda idea de libertad y toda aspiración de progreso. Desde el Centro de los jesuitas de la calle de Caspe, baluarte de la reacción barcelonesa, la odiosa obra de dominación extiende sus garras al centro de la ciudad, al ensanche, a los suburbios, hasta los centenares de conventos levantados y de establecimientos clericales montados en gran número de casas particulares. Es una ola grande, inmensa, que avanza incesantemente, que amenaza tragarse la ciudad industrial y trabajadora.

 

¿Se concibe ahora, tenidos en cuenta estos antecedentes, que la gran masa que presenció el incendio de los Escolapios y de las Jerónimas en la tarde del martes prorrumpiera en grandes aplausos? ¿Se concibe que participaran en de esta misma satisfacción experimentada por los concurrentes de las Rondas los que vieron poco después propagarse el incendio a otras barriadas y a otros edificios del mismo carácter?

 

Fue aquél un momento de expansión del pueblo, que se extasiaba ante aquellos fuegos de virutas que reflejaban intensamente su arraigada convicción anticlerical. Fue un metis dado a los elementos reaccionarios que han pretendido hacer de la ciudad, liberal y revolucionaria en el fondo, un inmenso convento, trasladándola a los tiempos de la Edad Media.

 

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Hemos dicho que la quema de conventos del año 35 del pasado siglo había sido un juego de niños comparada con la realizada en Barcelona los día 27 y siguientes de julio último y podemos añadir que los dos actos revistieron caracteres muy distintos. Mientras el año 35 los frailes fueron perseguidos y muertos por las calles y en el interior de los conventos por las turbas sin freno, en la reciente quema el pueblo se ha conducido con una corrección y con un respeto a la personalidad humana dignos de todo encomio, a pesar de cuanto han dicho en contrario los elementos reaccionarios.

 

Generalmente la operación se llevaba a cabo de la siguiente forma. Un grupo llamaba a la puerta del establecimiento destinado a ser pasto de las llamas y preguntaba por la superiora. Si ésta se presentaba, como ocurrió en la mayor parte de los casos, le decían: “Señora, vamos a prender fuego al convento; les concedemos a ustedes media hora de tiempo para que puedan desalojarlo, saliendo de él todo el personal” Transcurrido el plazo señalado, preguntaban de nuevo si quedaba dentro alguien, y sólo pegaban fuego cuando se les contestaba negativamente o cuando se convencían de ellos por sus propios ojos. En más de un caso, los mismos incendiarios sacaron monjas rezagadas, y sentadas en una silla las trasladaron a establecimientos o casas particulares.

 

En su afán de desnaturalizar los hechos clericales han dicho que los revolucionarios cometieron diversos crímenes en las personas de frailes y monjas. La versión es inexacta. Murió un cura, es cierto, pero fue de asfixia, por haberse negado a salir de un establecimiento que era destruido por le fuego en cuyos sótanos se encerró. Las dos o tres desgracias más que se afirma ocurrieron en la quema de conventos, debieron ser por causas distintas, o por haber hecho fuego al pueblo, y éste contestado, o por circunstancias que se ignoran. Dudamos sinceramente que fuesen sacrificadas por los incendiarios, los cuales se condujeron con una corrección admirable.

 

También se ha abultado por los clericales lo del robo y saqueo de los conventos. Cierto que de ellos fueron sustraídos objetos y cantidades más o menos importantes, pero ésta no fue obra del pueblo revolucionario, sino de las turbas constituidas de los detritus sociales, que en Barcelona, como en todas las grandes capitales, figuran en número enorme.

 

Quien merece por ello severa censura son las autoridades, las cuales a pesar de los grandes medios con que cuentan, no han sabido sanear la ciudad de tanta gente de mal vivir como en ella pulula. Y en último término, cúlpese al régimen capitalista, engendrador de tanta miseria física moral e intelectual, pero no al pueblo revolucionario, que al incendiar los conventos y las iglesias no se llevó ni un alfiler, ni el valor de un céntimo de estos establecimientos.

 

Creímos que la quema de los conventos valía un paréntesis, que en el relato de los sucesos que venimos narrando lo constituye el presente artículo.- C.

 

EL OBRERO BALEAR

Núm. 404, 4 de diciembre de 1909

 

LOS SUCESOS DE BARCELONA

V

 

Otro de los episodios más salientes de la semana revolucionaria fue el asalto al cuartel de los veteranos de la libertad y la tremenda lucha que siguió al mismo.

 

Durante el martes y el miércoles la lucha se había generalizado y hecho extensiva a todas las barricadas, casi a todas las calles del centro y de los arrabales, pero se notaba gran falta de armas entre los elementos revolucionarios. Habían sido asaltadas algunas armerías, apoderándose los revoltosos de una cantidad no despreciable de carabinas, escopetas y revólveres; pero aún así, la carencia de medios de combate era evidente, distando mucho de poder entregarse armas a cuantos las pedían.

 

Alguien lanzó la idea de asaltar el cuartel que los llamados veteranos de la libertad tenían establecido en la calle de Sadurní, con objeto de apoderarse e los fusiles que allí se encontrasen, y ni cortos ni perezosos, los grupos se dirigieron al expresado sitio, consiguiendo, con poco esfuerzo, echar mano de unos 200 fusiles en perfecto estado y de algunos miles de cartuchos.

 

Con estas armas, que fueron inmediatamente distribuidas, y con las que ya disponían los revolucionarios, parte de éstos se parapetaron detrás de una barricada levantada en la misma calle de Sadurní, no lejos del cuartel citado, desde donde hicieron un nutrido fuego a la Guardia civil. Otra parte de los armado con los nuevos fusiles reforzó una barricada de la vecina calle de San Pablo, luchando con gran bravura y los restantes se subieron a los terrados, haciendo constantes disparos. El fuego que empezó a las diez y media de la mañana, continuó casi sin interrupción hasta las ocho de la noche. A esta hora retiráronse los revolucionarios, después que hubo recibido la Guardia civil importantes refuerzos del Cuerpo de Ingenieros. Como lucha, estos es, como episodio aislado, fue el que acabamos de describir uno de los más persistentes y duraderos de cuantos se sostuvieron durante la semana. En este combate perdieron la vida algunos revolucionarios y fueron heridos bastantes más.

 

Unas piezas de artillería, colocadas en el Paralelo, habían hecho algunos disparos, cuyos estampidos fueron oídos en toda la ciudad, causando enorme impresión en el vecindario. También en la barriada de Pueblo Nuevo fue empleada la artillería después de sostenerse tenaces combates.

 

No obstante estas y otras luchas menos intensas sostenidas en varios sitios, el jueves podía considerarse la revuelta totalmente vencida.

 

Hubo excepcional interés en mantener latente aquel estado de cosas en espera de que el movimiento fuese secundado en otras ciudades de fuera de Cataluña. Se afirmaba nuevamente que en Valencia había sido proclamada la República y que en Madrid acababa de ocurrir algo de extraordinaria gravedad, pero de todo punto imposible comprobar la certeza de tales versiones por la incomunicación en que Barcelona había quedado con el resto del mundo. En cambio se comprobaba que empezaban a llegar tropas a Barcelona, procedentes de Mallorca, Tarragona y Mahón.

 

Ignorábase la estratagema empleada por el Gobierno para hacer antipático al resto de España el movimiento de Cataluña, diciendo de él que tenia carácter separatista. ¡Movimiento separatista el de Julio, realizado exclusivamente por los trabajadores, la mayor parte de los cuales aceptan los principios fundamentales del Socialismo internacional y cuando los pocos separatistas que había estaban escondidos como simples mujerzuelas!

 

Es innegable, sin embargo, que la falsa versión del Gobierno influyó no poco en las demás provincias españolas. Merced a ella, los más resueltos partidarios de la propia protesta que aquí se efectuaba se convirtieron en acérrimos enemigos de la misma.

 

El jueves por la noche quedaba desvanecida toda esperanza de triunfo para los revolucionarios. España no secundaba el movimiento, los hombres de alguna significación revolucionaria de los partidos de la extrema izquierda burguesa negáronse resueltamente, según queda hecha mención, a intervenir en el levantamiento del pueblo, dándole una tendencia política determinada, y empezaban a llegar importantes fuerzas del ejército.

 

Todo había terminado. Cesaron los combates en las calles, y la tropa ocupó las Ramblas, las Rondas, las plazas más importantes y todos los sitios estratégicos.

 

Alguien que ha pretendido sostener que el viernes y el sábado continuó luchando el pueblo en las calles contra la fuerza pública, ha faltado abiertamente a la verdad, con el exclusivo fin de darse pisto, como si no hubiese de ser desmentido por cuantos fueron actores más o menos directos de este drama.

 

En cambio, a medida que iba disminuyendo el tiroteo en las calles, era más nutrido en los terrados.

 

Fue aquel un misterio que de momento sorprendió a todos los barceloneses, pues nadie acertaba a darse cuenta de los fines que podían perseguir los que tal hicieran. Este tiroteo empezó el martes, fue más nutrido el miércoles y alcanzó grandes proporciones el jueves y el viernes cesando casi por completo el sábado. Es de advertir que el fuego se hacia por seres invisibles, pues en los terrados no se veía a nadie. Se disparaba desde las boardillas, desde el hueco de las escaleras, desde los cuartos que para aderezo de los pisos hay en algunas casas, pero sin dejarse ver nadie. Y, caso singular: los disparos producían el mismo ruido, absolutamente idéntico, lo cual demuestra que estaban hechos por armas de la misma clase y del propio calibre. Pronto se supo que los tiros eran de pistola “Browing” cuyas armas cuestan un puñado de pesetas cada una. Es incalculable el número de miles de disparos hechos durante los días de referencia.

 

¿Quiénes eran los autores de ellos? No podían se obreros, pues la condición de tales les impide emplear importantes cantidades en la adquisición de este género de armas, y menos en la compra de cartuchos. Además, los disparos oíanse indistintamente en todos los barrios, lo mismo en los que viven casi exclusivamente trabajadores, que en los el centro de la ciudad ocupado por la burguesía.

 

Suponíase, al fin, con fundadísimo motivo, que los repetidos disparos constituían una maniobra de la reacción, con el propósito de mantener y perpetuar en lo posible el estado general de intranquilidad y de exasperar las tropas, que llevaban unos días sin descansar un momento. Furiosos por la quema de conventos y de las iglesias, que acababan de presenciar con rabia infinita en el corazón, cobardes e impotentes para luchar a cuerpo descubierto contra el pueblo indignado por la funesta labor del clericalismo, los agentes del mismo se valieron de la estratagema del disparo en las terrazas para hacer cuanto mal pudiesen. Durante los días expresados sonaba un clac (disapro de las pistolas dichas) y como si obedeciesen a una consigna, sin perdida de momento respondían otros tiros en toda la barriada, el número de 30, 40 o 50, cesando luego mientras se reanudaba el fuego en los terrados vecinos, para empezar nuevamente al poco rato. Durante el jueves y el viernes subía la tropa a los terrados, miraba a la calle y no tardaba en oírse otra vez el mismo concierto.

 

Estos disparos causaron algunas víctimas, muertos y heridos. Fueron detenidos algunos individuos de los que se dedicaban a este esport; asegurose que entre ellos había algún cura, pero ni una palabra se ha dicho después de ello. Si los detenidos hubiesen sido obreros, ya habrían comparecido ante un Consejo de guerra.

 

Falta describir un episodio sangriento, el más sangriento de todos, ocurrido el sábado lo que haremos en el artículo inmediato. C

 

EL OBRERO BALEAR

Núm. 406, 28 de diciembre de 1909

 

 

LOS SUCESOS DE BARCELONA

VI

Sangriento epílogo – La profanación de cadáveres

 

El sábado por la mañana había renacido la calma en Barcelona, calma aparente, como es natural, no efectiva ni mucho menos, pero demostradora de que la lucha armada sostenida en las calles los días anteriores había terminado por completo.

 

Durante el expresado día sólo se oyeron algunos de los misteriosos disparos hechos con tanta profusión los días precedentes en los terrados. Las barricadas continuaban levantadas unas o medio destruidas otras, pero detrás de ellas ya no había combatientes. Parte de estos habían sido presos, parte heridos en los hospitales o Casas de Socorro; un número importante habían pagado con la vida sus arrestos revolucionarios, y los restantes estaban escondidos o se habían alejado de Barcelona.

 

Las tropas, que habían llegado en importante número, tenían establecidos campamentos en todas las plazas importantes y en las grandes vías y puntos estratégicos, y la población confiada ya y convencida de que la paz era un hecho invadió calles y paseos, ávida de presenciar los efectos de la revuelta y particularmente los destrozos causados por el fuego en los edificios incendiados.

 

Los conventos e iglesias destruidas estaban abiertas todas o la mayor parte, sin haber en ellas vigilancia de ningún género, pudiendo apreciar las consecuencias del incendio cuantas personas quisieran.

 

A los conventos, humeantes la mayor parte aún, se dirigió, pues, una multitud enorme, compuesta de gentes de todas condiciones, de hombres, mujeres y niños, deseosa de contemplar por sus propios ojos lo que había pasado.

 

En uno de estos conventos, llamado de las Beatas, ocurrió un sangriento episodio, que constituyó un triste epílogo de la llamada semana trágica.

 

Llevado de la general curiosidad, un gentío numerosísimo había invadido el convento de referencia, contemplando los escombros y recorriendo los diversos departamentos del gran edificio. Habían transcurrido cuatro días desde que fue incendiado, durante los cuales la gente maleante pudo sacar a sus anchas, sin ser molestada por nadie, cuando quise de él, lo mismo que los demás establecimientos de esta clase. No había nada que extraer, pues, ni la calidad de la gente allí congregada era capaz de apoderarse de un alfiler. Eran obreros en su mayoría, pequeños industriales, familias enteras de gente pacífica, que por primera vez salían a la calle durante la semana que terminaba aquel día, convencidísimos de que no corrían el menor peligro. Por otra parte, en todos los conventos e iglesias destruidas ocurría lo mismo, pues todos habían sido invadidos por la multitud pacífica.

 

Pero serían poco más de la once cuando rodearon el convento de las Beatas unos 50 guardias civiles, los cuales sin previo aviso, sin cumplir ninguna de las prescripciones previstas en casos semejantes, empezaron a disparar los mausers, causando en los muchos centenares de personas que se hallaban en el edificio (una de las cuales calcula que excedían de 1.500) el asombro y el estupor consiguiente. Al instante, dominada aquella multitud por un terror indecible, emprendió la huída tumultuosa, desesperada, atropellándose unos a otros, mientras se desmayaban numerosas mujeres y gritaban los niños en medio del tumulto más espantoso que pueda concebirse.

 

Más apenas los primeros fugitivos acababan de atravesar la puerta, cayó sobre ellos una lluvia de balas, causando algunos muertos y heridos. Entre los primeros había una agraciada joven de 16 a 18 años, esbelta, simpática, con traje claro, que atravesado el pecho por una bala de Mauser murió instantáneamente.

 

Y a medida que nuevas oleadas de gente, loca de terror, salía del convento, nuevas e incesantes descargas siguieron causando más y más víctimas entre aquella multitud que corría despavorida, sin dirección, lanzando lastimeros gritos de horror y de espanto …

 

Cesó el fuego después de transcurridos unos diez minutos o sea cuando acabó de salir gente por la puerta del convento, en cuyo interior quedaban unos quince hombres, que, más resueltos que el resto del personal, no quisieron servir de blanco a los mausers. Algunos de ellos se tendieron al lado de unos cadáveres que había en el patio interior del edificio, simulando serlo también, y los restantes se escondieron en diversas partes de convento. Poco después penetraba en él la fuerza pública, obligando a levantar a los que estaban tendidos y que se hallaban con vida aún y a los demás, y los condujo a la calle. Ya en ella, a grandes gritos y en medio de las más terribles amenazas, se les dio orden de arrodillarse en un montón de arena que había frente a la puerta, donde iban a ser fusilados. No se consumó el hecho, porque en aquel preciso momento salió un teniente del edificio y se opuso con ademán resuelto a la realización de aquel diabólico plan.

 

Los detenidos dentro del convento, en unión de algunos otros presos en los alrededores del mismo fueron conducidos a Montjuich la propia tarde del sábado. Constituían una cuerda de más de cincuenta. En demostración de los grados de culpabilidad de los detenidos basta decir que los jueces militares encargados de juzgarles decretaron la libertad de todos a los veinte días de su detención.

 

A las seis de la tarde pasaba por la Rambla un coche de los grandes de la Cruz Roja. Preguntando uno de los acompañantes por un amigo suyo cuentos muertos conducía el coche, no contestó palabra, pero extendió las dos manos poniendo de manifiesto los diez dedos.

 

Tal fue el último episodio, el sangriento episodio de la llamada semana trágica de Barcelona.

 

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Al describir la quema de los conventos omitimos, por no dar proporciones desmesuradas al artículo dedicado a dicho objeto, tratar un asunto del que han pretendido sacar gran partido los elementos reaccionarios. Nos referimos a la tan traída y llevada profanación de cadáveres.

 

Seremos imparciales en nuestros juicios, no hemos de dejar sin censura lo hecho con este motivo. No obstante, lo ocurrido tiene una explicación lógica, según verá el curioso lector.

 

El convento de las Jerónimas de rigurosa clausura, era uno de los más antiguos de Barcelona. Leyenda o historia, acaso parte de la una y de la otra, han circulado sobre el mismo diversas versiones según las cuales ocurrían en el cosas extraordinarias.

 

En efecto; en el antiguo teatro del Odeón, hoy desaparecido, se representó un pieza hace más de treinta años, con el título de Los misterios de un convento o la monja enterrada en vida. El asunto no era puramente imaginativo, sino reflejo de algo que había pasado y que la prensa liberal de Barcelona comentó extensamente durante muchos días.

 

De los relatos publicados se desprendía lo siguiente:

 

Durante una noche, un joven asaltó las tapias del convento con objeto de coger unas naranjas, a fin de satisfacer los insistentes deseos expresados por su joven esposa, en cinta en aquella ocasión. Añadiase que mientras estaba encaramado en el naranjo vio salir una especie de procesión de monjas, acompañando a una de ellas, de aspecto cadavérico, dirigiéndose al cementerio de la comunidad, adosado a la parte trasera del edificio, donde aquella fue enterrada en vida. Apenas vueltas las monjas al convento, abandonó el asombrado joven su atalaya, haciendo público lo que acababa de presenciar.

 

Tal es el relato, que fue comentadísimo por toda la ciudad. Jaime Piquet, un popular autor dramático que por aquel entonces era empresario del teatro dicho, compuso una pieza  con el título citado, que fue representada infinitas veces con general aplauso del elemento liberal.

 

Algunos años después ocurrió otro caso en el mismo convento. No pudiendo resistir por más tiempo los malos tratos de que era objeto una de las recluidas, escapó por la iglesia, lanzándose de una gran altura y fracturándose una pierna. Recogida por piadosas gentes, fue conducida al Hospital de la Santa Cruz, no sabiéndose más de ella. El hecho fue también comentadísimo.

 

Al pueblo le quedaba la duda, pues, respecto a los misterios que ocurrían en el interior de aquel establecimiento. Y esa duda, agrandada por la fantasía popular, hacía suponer la existencia de monjas emparedadas, enterradas en vida y sometidas a los más atroces martírios.

 

Esto explica que al ser entregado el edificio a las llamas y al penetrar la multitud en el jardín y ver el cementerio, aquel cementerio de que tanto se había hablado, movido del irresistible deseo de aclarar el eterno misterio de aquel convento, destapase los nichos y extrajese los cadáveres allí depositados, viendo con asombro que todos tenían atadas las manos y los pies.

 

Como hay interés en que el pueblo viva suido en la más completa ignorancia, no puede exigírsele al pueblo los conocimientos necesarios para explicase ciertas cosas. De ahí que desconozca la costumbre observada en Cataluña desde largos siglos, y aún practicada al presente en algunos pueblos de la montaña, de atar las manos y los pies de los cadáveres apenas acaban de morir los individuos.

 

Con objeto de que todo el mundo viera las ataduras de los cadáveres, consideradas en la exaltación propia de aquellos momentos como prueba concluyente y decisiva de tormentos realizados, entre los reunidos en el jardín de las Jerónimas surgió la idea de pasearlos por la ciudad. Y dicho y hecho. Un grupo que no bajaría de un millar de individuos, cogió los catorce cadáveres extraídos de las tumbas y los condujo por las calles abandonándolos en distintos sitio, a medida que le salía al paso la fuerza pública. Tal fue lo ocurrido. En los demás conventos nada de esto se hizo.

 

Ya lo hemos dicho, no aprobamos el hecho, pero nos lo explicamos. Y menos aprobamos aún la existencia en el siglo XX de los conventos de clausura, que constituyen un escarnio a la civilización, a la justicia, a la higiene, a todo cuanto tienda a la perfectibilidad humana. C.

 

EL OBRERO BALEAR

Núm. 407, 25 de diciembre de 1909

 

LOS SUCESOS DE BARCELONA

VII

La represión

 

En los artículos precedentes ha quedado plenamente demostrada la alteza de miras y la corrección con que se condujeron los revolucionarios durante los días que fueron dueños de la capital.

 

Pudieron apoderarse de enormes riquezas, y no sólo no lo hicieron, sino que al presenciar, mientas se quemaban los conventos, algún intento de rapiña realizado por la gente maleante la impidieron con gran energía. Al efecto, pueden citarse algunos casos que confirman lo que acabamos de exponer, entre ellos el de un sujeto que habiendo conseguido echar mano de un fajo de billetes de Banco, descubierto el hecho por los revolucionarios, le fueron quitados aquellos en el acto y echados al fuego.

 

Pudieron dar muerte a muchos frailes y monjas, y se limitaron a quemar parte de sus establecimientos, no sólo respetando las vidas de todos, sino trasladando los ancianos y rezagados a lugar seguro, hecho no registrado en ninguno de los movimientos populares realizados en el transcurso de la historia. Jamás se ha observado, en las grandes conmociones del pueblo, el respeto y la consideración guardados por los revoltosos a los adversarios de todas clases y condiciones en la revuelta de julio último. Así lo han reconocido implícitamente las personas imparciales y todas aquellas que no se han movido a impulso de las bajas pasiones y del feroz deseo de sangrienta venganza.

 

No obstante, para nada se han tenido en cuenta estas grandes cualdades del pueblo revolucionario barcelonés, y el profundo respeto guardado por el mismo hacia la personalidad humanad, considerada como sagrada en el más alto grado que pueca concebirse durante la semana trágica.

 

A esta corrección correspondieron los elementos reaccionarios, los mismos que durante los sucesos se escondieron cobardemente bajo tierra, dejando quemar iglesias y conventos sin oponer la menor resistencia, pidiendo al gobierno de Maura la represión fiera, implacable, no ya contra los actores del largo drama, sino contra todo aquello que tuviese tendencias liberales, democráticas y progresivas.

 

Apenas quedó establecido el orden material, apenas hubieron llegados los fuerte contingentes de tropas que de toda España fueron enviadas a la capital de Cataluña, la gente nea, los de la Lliga, el Comité de Defensa social, toda la burguesía barcelonesa, en una palabra convertida en una piña, se apresuró a clamar venganza contra los revolucionarios.

 

Y Maura, el soberbio y endiosado mallorquín que alguna vez dijera estar dispuesto a realizar la revolución desde arriba, dio satisfacción cumplida al coro de pillastres de su misma calaña, hasta dejarles satisfechos.

 

Se concebiría que las personas cogidas con las armas en la mano, levantando barricadas o incendiando conventos, hubiesen sido presos y juzgados con cierto rigor, y que hubiesen sido objeto de persecuciones aquellas sobre las cuales recayesen evidentes sospechas de haber tomado parte directa en los sucesos de la citada semana. Lo que no se explica ni se concibe es que la persecución se realzase casi en masa contra la clase trabajadora, llenado el castillo de Montjuich, la cárcel vieja y la llamada Modelo de hombres y mujeres en número de más de un millar, sin otra causa que la cobarde delación en unos, el afán de hacer méritos en otros, y el general espíritu de venganza que alienta a la burguesía catalana y a sus representantes.

 

Además fueron clausuradas todas las escuelas racionalistas, los Centros y locales de Sociedades obreras, los casinos políticos republicanos, y suspendidas en su funcionamiento todas aquellas entidades que no llevasen un sello abiertamente reaccionario o clerical. La ciudad quedó convertida, duante el mando de funesto gobernados Crespo Azorín, en una especie de inmenso convento, sin ley, sin derechos de los ciudadanos, sin ninguna de las condiciones de vida de los pueblos modernos. Ni las persecuciones realizadas a raíz de los atentados del Liceo y de la bomba de la calle de Cambios, mientras se preparaba el sangriento drama de Montjuich, pueden compararse a las efectuadas durante el tiempo que sobrevivió el Gobierno de los funestos Maura y La Cierva después de la sangrienta semana.

 

En el resto de Cataluña las cárceles se llenaron de trabajadores, en número incalculable.

 

Mientras se realizaba esta persecución inquisitorial, la prensa reaccionaria publicaba las versiones más estupendas sobre los sucesos de Barcelona.

 

La Veu de Cataluña, el órgano de los catalanistas reaccionarios, aconsejaba a sus lectores que delatasen, que denunciasen, que no tuviesen en ello inconveniente, pues así lo demandaba el buen nombre de Barcelona.

 

La Correspondencia de España publicaba, a raíz de aquellos hehos, las siguientes líneas:

 

“Volved los ojos a la Historia, recordad sus páginas más sangrientas de las grandes revoluciones anárquicas y aplicadlas a esta Barcelona vandalizada, que con ello os bastará para no ignorar lo que aquí ha sucedido.

 

Dueños los anarquistas de los barrios extremos, comenzaron el incendio, los asesinatos, el pillage. Rotas las puertas de los almacenes, dueños de víveres y de vinos en abundancia, aquellas furias emularon a los sanguinarios anarquista de la Commune.

 

Ya locos, embriagados de sangre, de vino de pólvora de dinamita de petróleo, sin más lema que matar por matar, la turba incendiaria fue recorriendo conventos. La dinamita les ayudaba en su obra de vandalismo.

 

¿Muertos, heridos, quemados, sepultados entre ruinas? ¡Quien sabe el número! Cuando cada comunidad haga su recuento, se sabrá. Hasta entonces imposible, porque aún humean los escombros y aún la Verdad no puede comenzar a hablar.

 

Permitidme que calle, que no diga detalles, que no relate el martirio de los religiosos, los ultrajes a las religiosas, los sacrificios brutales a que fueron sometidos, porque de periodista me convertiría en atormentador de vuestras conciencias. Sólo os diré que muchos han muerte al pie de los altares acuchillados por mil mujerzuelas; que otros han sido descuartizados, paseando sus restos en lo alto de pértigas; que no pocos han sido muertos a muerte lenta; que todos ellos han pasado a otra vida con sus frentes orladas por la corona de los mártires.

 

En San Gervasio las turbas apuñalaron a los capuchinos de un convento después de incendiarlo y saquearlo. Otro convento de capuchinas, llamado de Santa Margarita, fue igualmente pasto de las llamas y sus monjas víctimas del furor de las turbas.”

 

A media tarde me dicen que las turbas han dado terrible muerte al inspector de policía don José Curtois, de Madrid, el cual, hecho prisionero por un grupo, después de heroica defensa, fue cruelmente martirizado. Atado de pies y manos, fue entregado a las mujeres anarquistas, que le sacaron los ojos; le arrancaron los dientes, lo descuartizaron, y sobre él dispararon, en loco delirio, cientos de tiros.”

 

Tantas o más enormidades que La Correspondencia insertaron otras muchas publicaciones del país y del extranjero. El hecho obedecía no al desconocimiento de lo ocurrido, sino al propósito de inducir al Gobierno a cometer las mayores atrocidades, pretendiendo justificarlas con las crueldades jamás llevadas a cabo por los revolucionarios.

 

Y a pesar de que empezaron los fusilamientos, y que continuaban funcionando los Consejos de guerra, imponiendo severísimas penas, aceptando la simple delación policíaca, como prueba concluyente y plena; a pesar de que seguían practicándose numerosas detenciones y que eran desterrados centenares de individuos no acusados de delito alguno, por la sola falta de no ser fervientes admiradores de Maura y La Cierva, la reacción no se daba por satisfecha, quería algo más, deseaba más sangre, más víctimas, quería nuevas inmolaciones, quería la cabeza de Ferrer, no por juzgarle actor en los sucesos desarrollados en la última semana de julio, sino por ser el más decidido propagador de la enseñanza racionalista en este país de funesta influencia clerical.

 

Ya Ferrer en su poder, el semblante del clericalismo se iluminó con una siniestra sonrisa reflejando la satisfacción experimentada. El fundador de la Escuela Moderna no había de escapar de sus garras.

 

La protesta universal de los pueblos cultos y la conjunción de los elementos republicanos-socialistas hirió de muerte al tirano, poniendo término a su funesta obra.

 

Presentar a Ferrer tal cual era, en sus diversos aspectos de hombre y de propagandista de una idea y exponer los factores que concurrieron en su muerte, será objeto del artículo inmediato. O.

 

EL OBRERO BALEAR

Núm. 409, 8 de enero de 1910

 

LOS SUCESOS DE BARCELONA

VIII

Francisco Ferrer

 

Ferrer jo era un sabio, en el sentido que generalmente se da a esta palabra; no era un literato, ni un escritor atildado, ni una notabilidad científica, sino un simple hombre del pueblo pero hombre de carácter, tenaz, persistente, de temple revolucionario y más capaz de la acción que muchos otros que se jactan de serlo en grado superlativo.

 

Es de todos suficientemente conocida la historia de Ferrer para que nos detengamos explicándola de nuevo.

 

Ferrer recibió un cuantioso donativo de una señora, con la misión de emplearlo en la difusión de la enseñanza racionalista en España, y fiel al cumplimiento del mandato fundo la Escuela Moderna de Barcelona, que no tardó en convertirse en centro de acción de otras numerosas escuelas que en el resto de Cataluña y aún en muchas otras poblaciones de España se establecieron sobre el mismo patrón de la que funcionaba en la calle de Bailén de esta ciudad.

 

La difusión de este nuevo género de enseñanza, desprovisto de los cuentos y de las paparruchas de la enseñanza oficial y de la jesuítica, arrancó a los elementos reaccionarios españoles un grito de protesta.

 

¿Cómo habían de dejarse arrebatar de sus manos, sin antes luchar con todas sus fuerzas, el medio eficaz de amoldar las inteligencias juveniles a su antojo, infundiendo en la joven generación ideas adecuadas a su manera de ser, de sentir y de pensar?

 

¿Cabía esperar que el clericalismo se daría por vencido o que transigiría con el nuevo sistema de enseñanza, guardando sobre el mismo el respeto y la consideración que pretende para el que emplea en beneficio de su funesta causa?  Semejante suposición hubiese equivalido a desconocer el clericalismo, desconociendo a la vez de lo que es capaz cuando de la defensa de cosa que tan directamente le afecta se trata.

 

En efecto, apenas implantada la Escuela Moderna, empezó contra ella una serie de insultos, de groserías, de calumnias y de acusaciones, contra el sistema de enseñanza, contra el profesorado, contra los alumnos que a ella concurrían contra todo y contra todos los que estuviesen en contacto con aquel satánico establecimiento, pero de un modo más particular y directo contra su fundador.

 

De cuantos males ocurrían en Barcelona, era culpable la Escuela Moderna y el funesto hombre que la estableció. El anarquismo, el socialismo, el antimilitarismo, las huelgas, los atentados dinamiteros, la exaltación y el encono de las luchas políticas eran exclusivamente productos de la Escuela Moderna, a la que había de combatirse sin tregua ni descanso hasta acabar con ella.

 

Pero ni por esas: la Escuela seguía laborando extendiendo más cada día su radio de acción y nutriendo las inteligencias juveniles con nuevos libros de cultura que venían a destruir como débil castillo de naipes las rancias teorías de la enseñanza jesuítica clerical.

 

Pero ocurrió el atentando de la calle Mayor de Madrid, y en él creyeron ver los reaccionarios su salvación y la de su causa. Como secuencia de la detención de que fue objeto entonces Ferrer se cerró la Escuela, batiendo palmas el clericalismo, que la juzgaba ya muerta para siempre.

 

Pero los Tribunales patentizaron la inocencia de Ferrer de la acusación sobre él lanzada y la Escuela volvió a funcionar, prosiguiendo su obra de difusión de cultura y de educación popular con más bríos que nunca. Para un alma de temple del fundador de la Escuela Moderna, en nada habían de influir ni los meses de prisión preventiva pasados en Madrid, ni las asechanzas y persecuciones de que fue objeto. Por eso, fijo en su propósito, sin desviarse en lo más mínimo del plan trazado de antemano, Ferrer perseguida incansable su propósito de difundir la educación racional, cuando le sorprendieron los acontecimientos de julio último.

 

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Ya al tratar de los antecedentes del movimiento revolucionario de Barcelona dejamos sentado que Ferrer nada supo de él hasta el momento en que aquellos se desarrollaron, y que no tuvo en los mismos la menor participación.

 

Ahora hemos de insitir en ello, afirmando que no el ex fiscal del Supremo Sr. Ugarte, ni el Sr. Luca de Tena han estado en lo cierto al hacer las manifestaciones de todos conocidas dando como exacta la intervención de Ferrer en los repetidos sucesos. Ferrer, repetimos, desconocía el movimiento de huelga general que se preparaba hasta que ésta estalló. Es por demás afirmar, por lo tanto, que el fundador de la Escuela Moderna no asistió a ninguna de las reuniones preliminares celebradas al efecto, ni entregó la menor cantidad para el movimiento, ni fue, en una palabra, actor directo ni indirecto, grande ni chico, el drama de julio.

 

De la no intervención en los sucesos de la capital tenemos plena seguridad, absoluta. Además ¿quién vio? ¿Quién le acuso? Sólo unos soldados afirman haberle visto en Barcelona … leyendo un bando del Capitán general, un bando fijado en las esquinas precisamente para ser leído.

 

Pero otros acusaron a Ferrer de haberle visto hacer tal o cual cosa en Primà y en Masnou, y de haberse presentado en la Casa del Pueblo de Barcelona uno de los días de la semana revuelta pidiendo noticias y detalles del movimiento.

 

Los que tal hicieron se habían llamado hasta entonces amigos y casi correligionarios de Ferrer. Sin la infame delación de tales amigos, el fundador de la Escuela Moderna no habría podido ser condenado por ningún tribunal. ¡Qué la causa de la libertad se lo tenga muy en cuanta!

 

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Más que con su vida, Ferrer demostró quién había sido con su muerte. Preso después de haber estado escondido durante muchos días en una población de la costa, obró como un cumplido caballero negándose a revelar el nombre de la familia que le había dado generosa hospitalidad en aquellos aciagos trances. Después, pudiendo acusar, no lo hizo, ni salió de su boca un solo reproche contra los que tan mal se habían conducido con él. Su pecho fue una tumba mucho antes de caer con la cabeza destrozada en los fosos de Montjuich.

 

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Con la muerte de Ferrer ha tenido satisfacción cumplida la aspiración del clericalismo español. Pero con su muerte se ha convertido a un hombre en símbolo de las aspiraciones de la sociedad moderna. Ferrer, viviendo, habría continuado siendo el propagador de una idea grande y generosa: muriendo víctima de la reacción clerical, se ha engrandecido y su hombre se ha eternizado. ¿Han salido ganando con ellos los clericales?

 

Ahora lo que se impone es la inmediata revisión de su causa. Para ello debemos trabajar con firmeza todos los verdaderos demócratas, si queremos sincerarnos ante el mundo civilizado.

 

EL OBRERO BALEAR

Núm. 410, 15 de enero de 1910

 

 

fideus/