En España, país desmemoriado, se ha puesto de moda la
memoria. Es una memoria singularmente selectiva: borra o desfigura la
parte del pasado más cercana al presente y se remonta a una lejanía
hasta hace poco no muy frecuentada, salvo por los aficionados a la
historia y los historiadores profesionales, y por algunos novelistas que
educamos nuestra imaginación en los relatos cautelosos sobre la
República y la guerra que escuchamos de nuestros mayores en la infancia.
La historia es un saber difícil que requiere largas investigaciones,
ofrece muchas incertidumbres y da a veces amargas noticias. La memoria
no se investiga, sólo se recupera, sin exigir mucha disciplina, incluso,
muchas veces, con un propósito de afirmación personal o colectiva que
nadie está autorizado a discutir, ya que la memoria, por definición, le
pertenece al que la posee. La memoria, si no es vigilada por la razón,
tiende a ser consoladora y terapéutica. Modificar los recuerdos
personales para que se ajusten a los deseos del presente es una tarea
legítima, aunque con frecuencia tóxica, a la que casi todos nosotros
somos proclives.
Cuando la memoria se convierte en un simulacro
colectivo su efecto empieza a ser más alarmante. Su primacía desaloja a
la historia del debate público, porque la historia es mucho menos
maleable, y con frecuencia puede desmentir las buenas noticias sobre el
pasado que a todos nos gusta regalarnos. Al filtrarse a través del
recuerdo, y también del olvido, el pasado se convierte en ficción y en
materia novelesca. Pero a la novela no le exigimos fidelidad a los
hechos privados o públicos que puedan haberla inspirado. La
responsabilidad de la novela es estética y moral: la de los discursos
públicos, casi como la de la ciencia, debería estar sujeta a las
exigencias más severas del conocimiento.
Como novelista y como ciudadano, la negligencia o el
silencio que durante muchos años envolvieron el recuerdo de la Segunda
República, de la Guerra Civil y de la resistencia antifranquista me
parecieron desoladores. La falta de conexión entre el presente iniciado
en la transición y las tradiciones progresistas españolas que fueron
interrumpidas por la guerra y sepultadas por el franquismo ha sido una
de las debilidades mayores de nuestro sistema democrático: ha alimentado
nuestro raquitismo cívico y nuestra profunda penuria cultural, así como
una contumaz injusticia hacia quienes lucharon contra la dictadura o
fueron víctimas de lo que Paul Preston ha llamado la "política de la
venganza". Quienes ya éramos adultos a principios de los años ochenta
sabemos que la razón de tanto olvido público no era el chantaje de una
derecha franquista que siguiera vigilando desde la sombra. Desde 1982 el
Partido Socialista gobernaba con mayoría absoluta, y sus dirigentes,
empeñados en la tarea necesaria de modernizar plenamente el país,
optaron por ocuparse más del futuro que del pasado, con un entusiasmo en
el que había una parte de arrojo verdadero y otra de frivolidad y
cosmética. De pronto la épica de la resistencia se había quedado
antigua, tan obsoleta como las barbas y como las chaquetas de pana.
Cambios verdaderos y profundos sucedían mientras tanto, pero muchos nos
sentimos agraviados en aquellos años por la amnesia atolondrada de los
que mandaban, por la falta de escrúpulos y una propensión al favoritismo
y al descuido de la moral pública que habrían de acabar en los
escándalos de corrupción de los primeros años noventa.
La historia proscrita por el franquismo fue una
historia simplemente abandonada por la democracia. Abandonada por el
Estado central y sustituida por mitologías más o menos lunáticas en los
sistemas educativos de los gobiernos autónomos, consagrado cada uno a la
tarea de inventar pasados gloriosos que fatalmente acabarían malogrados
por una pérfida invasión española. La mezcla de la pedagogía posmoderna
y del nacionalismo identitario pueden conducir a resultados pintorescos
o alarmantes, a una confusa aleación de ignorancia y adoctrinamiento muy
peligrosa para la vida civil pero muy útil para la demagogia política.
A algunos nos parecía que el estudio atento de la
República y de la Guerra Civil era a la vez una reparación parcial de
las injusticias del olvido y una búsqueda de esos valores sustantivos
cuya debilidad resultaba tan dañina para nuestro sistema democrático. Al
leer obsesivamente libros sobre entonces -los diarios de Azaña, las
memorias de Barea, las novelas de Max Aub, los estudios de Hugh Thomas o
de Jackson, la sobrecogedora historia oral de Ronald Fraser- revivíamos
una y otra vez un drama que no nos apasionaba ni nos hacía sufrir menos
porque conociéramos de sobra su triste final. Nos indignaba el escándalo
de la indiferencia de las democracias hacia la suerte de la República
española, el modo en que aceptaron sacrificarla queriendo apaciguar a
Hitler. Pero también nos producía un íntimo dolor, semejante a una
derrota personal, la incapacidad de las fuerzas políticas del bando leal
para unirse eficazmente contra el enemigo común. Al cobrar conciencia
política en los últimos años de la dictadura, sentíamos una nostalgia
doble del porvenir y del pasado, del mañana en el que podríamos respirar
y vivir en libertad y del lejano ayer en el que la libertad existió
brevemente. Igual que saltábamos sobre la cultura del pasado inmediato
para vincularnos a una tradición de heroica modernidad literaria y
estética que interrumpió la guerra y dispersó el exilio, queríamos
buscar nuestra legitimidad política en aquella República que era el
reverso exacto del régimen siniestro en el que habíamos
crecido. Por eso había un fondo de desconsuelo al ver
que la democracia restaurada no se esforzaba demasiado en honrar a los
perseguidos, a los silenciados, a los encarcelados y asesinados por el
franquismo, a los que salieron de España al final de la guerra y
continuaron combatiendo al nazismo en Europa, a los cautivos y
supervivientes de los campos alemanes. Hubiéramos querido que se les
hiciera justicia mientras estaban vivos, y también que los valores que
ellos defendieron tuviesen más presencia en la política española: un
sentido de la austeridad y la decencia, de la ciudadanía solidaria y
responsable, una vocación franca de justicia social, un amor exigente
por la instrucción pública, un verdadero laicismo, un respeto a la ley
entendida como expresión de la soberanía popular.
No es eso lo que hemos visto tanto como habría sido
necesario, y si no lo hemos visto no ha sido por la presión de una
derecha torva y de vocación autoritaria o por la existencia de un rey.
Pero a pesar de esas deficiencias -de las cuales los únicos responsables
son la clase política y la ciudadanía, cada uno en su escala de acción-
en 30 años España ha cambiado tan prodigiosamente que ni siquiera los
que hemos vivido este tránsito somos capaces de comprender su magnitud y
su calado. Nos hace falta el testimonio deslumbrado de quienes nos han
visto desde fuera, y no hemos sido capaces de hacer conscientes a
nuestros hijos de la novedad y la fragilidad de lo que nosotros no
tuvimos y ellos dan casi desganada o despectivamente por supuesto. Hemos
pasado de la dictadura a la democracia, del centralismo al federalismo,
del tercer mundo al primer mundo, del aislamiento internacional a la
plena ciudadanía europea. Nos hemos dado un sistema educativo y
sanitario públicos que con todas sus deficiencias sólo puede valorar
quien ha viajado algo por el mundo y sabe lo que significa que la salud
y la escuela sólo sean accesibles a quien puede pagarlas. Y sin embargo
nadie o casi nadie siente lealtad hacia el sistema constitucional que ha
hecho posibles tales cambios, y en lugar de compartir una concordia
basada en la evidencia de lo que hemos podido construir entre todos nos
entregamos a una furia política en la que cada cuál parece guiado por un
propósito de máxima confrontación.
En una pelea de baja ley cualquier objeto puede
convertirse en un arma arrojadiza: la más reciente, en España, es la
memoria, la República olvidada que de pronto regresa a las primeras
páginas, la Guerra Civil que se usurpa a los historiadores y al recuerdo
doloroso de quienes la sufrieron para desfigurarla a la medida de los
intereses políticos de unos y otros y a la voluntad de cizaña de los
enemigos más descarados de la democracia. Para quienes hemos pasado
muchos años no queriendo aceptar la obligación del olvido es alentadora
la idea de que de pronto tantas personas coincidan en el recuerdo de un
tiempo decisivo de la historia de España: pero no deja de ser llamativo
que el recuerdo llegue tan tarde, y que coincida tan oportunamente con
una nueva amnesia -ahora, sobre la transición- y con diversos proyectos
de desmantelar el sistema político fundado por la Constitución de 1978.
Cada uno tiene sus lealtades íntimas y sus nostalgias
personales, y para muchos de nosotros el 14 de abril y la bandera
tricolor, el coraje republicano de Antonio Machado, el patriotismo
cívico y sereno de los diarios de Manuel Azaña, mantienen un resplandor
indeleble, vinculado a nuestros sueños juveniles de libertad y a
nuestros más firmes ideales del presente. Pero la lealtad sentimental no
debería cegarnos, precisamente porque entre los valores republicanos más
altos está la primacía de la racionalidad sobre el delirio romántico. Y
hace falta mucho cinismo intelectual, mucha malevolencia, para empujar
al campo de los añorantes del franquismo a quienes no se dejan llevar
por esta oleada entre dulzona e interesada de memoria nostálgica y
prefieren no olvidar lo que han aprendido en los libros de Historia y en
los testimonios de quienes vivieron de cerca aquel tiempo. En los
diarios del tiempo de la guerra, en esa desolada obra maestra de la
literatura en español que es La velada en Benicarló, Manuel Azaña
cuenta su amargura ante el sectarismo, la incompetencia y la deslealtad
a la República de muchos de los que deberían haberla defendido. En el
desmoronamiento del Estado que sobrevino tras la intentona militar del
18 de julio, cada fuerza política o sindical, cada gobierno autónomo se
entregó con ceguera suicida a la persecución de sus propios intereses,
como si la guerra, más que una crisis terrible que los amenazara a todos
por igual, fuese una oportunidad de oro para alcanzar fines -la
independencia, la revolución, el comunismo libertario, etcétera- que
nada tenían que ver con la legalidad republicana. Leyendo a los
historiadores y a los memorialistas más eminentes, uno tiene la
sensación de que la República, en un cierto momento de la guerra, no
tenía más defensores sinceros que Manuel Azaña, Juan Negrín, el general
Vicente Rojo y Max Aub.
No creo que sea de ese sectarismo insensato del que
se tiene nostalgia, ni que en aquella tentativa breve y maltratada de
democracia hubiese algo de lo que no disfrutemos ahora. Ni una sola de
las libertades que afirmaba la Constitución de 1931 está ausente de la
de 1978, del mismo modo que las valerosas iniciativas de justicia
social, educación e igualdad de aquel régimen no pueden compararse, por
la enorme diferencia de los tiempos históricos, con los progresos del
Estado de bienestar que disfrutamos ahora. ¿Fueron entonces más iguales
las mujeres y los hombres? ¿Hubo mejor protección para los parados,
recibieron mejor atención pública los enfermos? ¿Estuvieron más
respetadas las minorías? ¿Fue más autónoma Cataluña con el estatuto de
1932 que con el de 1980? ¿Podemos excluir de nuestra genealogía
democrática a Adolfo Suárez o al general Gutiérrez Mellado, que tan
gallardamente se mantuvieron en pie frente a la zafia agresión de los
golpistas del 23 de febrero de 1981?
Parecen preguntas idiotas, pero es necesario
formularlas, al menos para deslindar el reconocimiento histórico de las
mejores iniciativas de entonces de esa nostalgia gaseosa que se va
volviendo más densa cada día y no nos deja ver los secos perfiles de lo
que ocurre ahora mismo, las señales de alarma que deberían empezar a
inquietarnos. Algo distingue -o distinguía al menos hasta hace poco- a
la mayor parte de los discursos políticos surgidos del 78 sobre los del
31: la idea de que el adversario no es necesariamente el enemigo, y de
que por encima de las discrepancias más radicales está la fidelidad a
unos cuantos principios comunes que son el entramado básico de la
democracia. En 1931 España era un país de terribles diferencias
sociales, en una Europa desgarrada por la crisis económica y los
fanatismos políticos. En una época en la que tan rara era la templanza,
puede ser comprensible -aunque no deje de ser lamentable- que con tanta
frecuencia los discursos políticos derivaran hacia un pavoroso
extremismo. Pero si estos tiempos son tan visiblemente otros, ¿de dónde
nace la furia verbal que uno observa ahora en España, y que lo golpea a
uno como un puñetazo al conectar la radio o mirar los titulares de un
periódico, la voluntad desatada y al parecer casi unánime de eliminar
cada uno de los espacios de concordia en los que se han basado estos
treinta años de democracia y progreso? ¿Tenemos que seguir eligiendo
entre lamentar el asesinato del teniente Castillo o el de José Calvo
Sotelo, entre callar la matanza de la plaza de toros de Badajoz o la de
la Cárcel Modelo de Madrid?
Manuel Azaña imaginó un patriotismo basado "en las
zonas templadas del espíritu". Una manera de conmemorar ese deseo es
vindicar los modestos ideales que lo hacen posible: defender la
instrucción pública y no la ignorancia, el respeto a la ley frente a los
mangoneos de los sinvergüenzas y los abusos de los criminales, el
acuerdo cívico y el pluralismo democrático por encima de los lazos de la
sangre o la tribu, la soberanía y la responsabilidad personal y no la
sumisión al grupo o la impunidad de los que se fortifican en él. Estos
son mis ideales republicanos: espero que se me permita no incluir entre
ellos la insensata voluntad de expulsar al adversario de la comunidad
democrática ni el viejo y renovado hábito de repetir consignas en vez de
manejar razones y acusar de traición a quien se atreve a disentir de la
ortodoxia establecida, o a no seguir la moda ideológica del momento.