El Partido Popular ha
ido a Cádiz a remover las cenizas de la Constitución de 1812 en
busca de munición "nacionalista" para su campaña de acoso y derribo
del Gobierno. ¿Pero qué puede esperar encontrar en ella?
La Constitución
decía en su artículo primero que "la nación española es la reunión
de todos los españoles de ambos hemisferios", lo que parece muy
claro, pero el problema consistía en decidir quiénes eran españoles.
La primera duda aparecía, en el artículo 22, en relación con los
"habidos o reputados por originarios del África" -lo cual significa,
llanamente, los habitantes de piel más oscura-, a quienes se
comenzaba exigiendo que hubiesen nacido en suelo español, fuesen
hijos de padres libres, estuviesen casados con una mujer libre y
ejerciesen "alguna profesión, oficio o industria útil con un capital
propio", para añadir después que, incluso reuniendo estas
condiciones, sólo podían acceder a la ciudadanía, por concesión de
las Cortes, en el caso de haber hecho "servicios calificados a la
patria" o distinguirse "por su talento, aplicación y conducta".
Habrá que recordar
a este respecto que el racismo seguía plenamente vigente en España,
hasta el punto que un reglamento publicado en 1825 exigía un
certificado de limpieza de sangre (que era una garantía de pureza
racial y no religiosa) a quienes aspirasen a convertirse en maestros
de primeras letras.
Que eso de la
nación española no había quedado muy claro en 1812 lo demuestra el
hecho de que Antonio Alcalá Galiano -que no por ser un político
corrupto dejaba de ser, a la vez, una de las mentes más lúcidas del
liberalismo español- dijera en la sesión del estamento de
procuradores de 12 de marzo de 1835: "Uno de los objetos principales
que nos debemos proponer nosotros es hacer a la nación española una
nación, que no lo es ni lo ha sido hasta ahora".
Cuando, tras haber
comprobado que la Constitución de Cádiz no acababa de funcionar, se
procedió en 1837 a redactar un nuevo texto, más conciso y práctico,
se comenzó por dejar fuera de ella a los "españoles del otro
hemisferio", esto es a los que habitaban en las provincias de
ultramar -Cuba, Puerto Rico y Filipinas- que serían gobernados
arbitrariamente por las autoridades militares, a la espera de unas
"leyes especiales" que se les prometieron pero que nunca llegaron a
promulgarse. La medida se completó con la expulsión de las Cortes de
los diputados cubanos que habían acudido a ellas.
Pero, como todavía
quedaba demasiada gente en el territorio peninsular y en las islas
"adyacentes", se decidió dividirlos entre españoles de primera, que
tendrían derechos políticos como el de votar, y otros de segunda, a
quienes se les negaban éstos. Porque, como afirmó en 1837 Argüelles,
uno de los patriarcas del liberalismo gaditano, eso del derecho al
voto no era para todos: "Todo vecino que en España va, por ejemplo,
a la guerra, hace el servicio de las armas, contribuye directa o
indirectamente con el fruto de su trabajo, con el sudor de su rostro
¿cree (...) nadie que esto sea un título suficiente para que se le
entregue el uso de un derecho como éste? Estoy seguro de que no". Se
trataba de apartar de las decisiones políticas a quienes otro
diputado definía entonces como "la clase bruta o ignorante".
En 1839, en su
Catecismo razonado o explicación de los artículos de la constitución
política, el padre Eudaldo Jaumeandreu lo explicaba
razonadamente: "En muchos países el pueblo se divide en dos clases.
La primera comprende las personas que gozan de la totalidad de los
derechos de ciudadanía, a saber, políticos y civiles, y la segunda,
a los que sólo disfrutan de los civiles (...). Los primeros se
llaman ciudadanos, y los otros meramente habitantes". España quedaba
así constituida por unos 250.000 ciudadanos y unos 12 millones de
"meros habitantes", miembros de "la clase bruta o ignorante".
Claro que tampoco
es que los habitantes perdiesen mucho con que se les negara el
acceso al voto, que servía para muy poco, dado que las elecciones
estaban totalmente falseadas por los manejos de los gobernadores
civiles (con la ley electoral de 1846, que permitía llegar a
diputado con poco más de 60 votos, no habían de esforzarse mucho) y
por las "partidas de la porra", que quebraban urnas y cabezas cuando
la persuasión no bastaba.
Entre 1836 y 1931
se celebraron en España cerca de 50 elecciones generales que ganó
siempre el gobierno que las convocaba. La primera ocasión en que se
rompió esta regla y en que los ciudadanos derribaron un gobierno con
sus votos fue en 1933, pero a la segunda, en 1936, el general Franco
y sus colegas decidieron que las cosas estaban yendo demasiado lejos
y liquidaron la democracia y el voto de una tacada, para volver a la
tradición española del pronunciamiento.
Cansados
precisamente de tantos pronunciamientos, de que se les utilizara una
y otra vez para jugarse la vida en nombre de las libertades de la
nación, y que se les negaran las suyas una vez el caudillo de turno
se había instalado en el poder, la sección de la Internacional de
Madrid hizo en 1869 un llamamiento a los trabajadores para que se
negasen a celebrar la fiesta del 2 de mayo, en un texto que concluía
diciendo: "La idea de patria es una idea mezquina, indigna de la
robusta inteligencia de los trabajadores (...). La patria del obrero
es su taller, el taller de los hijos del trabajo es el mundo
entero". Habían acabado siendo víctimas de esa misma confusión entre
la nación y el Estado que el Partido Popular se empeña en fomentar.
Nada puede ser más
nefasto que confundir la idea del "Estado", una comunidad de
ciudadanos libres, iguales en derechos y en deberes, ligados al
gobierno por un pacto social que se renueva en cada votación
general, con la de la "nación", un concepto de identidad cultural
que ninguna ley -ni constitución, ni estatuto- puede imponer o
prohibir, porque pertenece al dominio de la conciencia.
Esa dañina mentira
que es el "Estado-nación", una invención jacobina que sirvió en el
siglo XIX para completar el proceso de homogeneización de algunos
Estados que llevaban ya siglos por este camino, ha originado en la
Europa del siglo XX millones de muertos y procesos monstruosos de
limpieza étnica, que han implicado el desplazamiento de grandes
masas de población.
Hay en el mundo
actual unos 200 Estados y más de 2.000 et-nias y nacionalidades.
Empeñarse en esta malsana identificación entre el Estado y la nación
podría conducir o a 2.000 guerras de independencia, con muchos
millones de muertos, o a 2.000 actos de asimilación forzada y de
genocidio cultural, no menos condenables. La única salida racional
de una situación semejante es la del Estado plurinacional que
garantice la convivencia en paz y tolerancia de etnias y naciones.
En la Palestina
sometida al Imperio Otomano, que era una estructura política
plurinacional, musulmanes, judíos y cristianos vivían en paz, al
igual que lo hacían, en otros lugares del imperio, los griegos o los
armenios. Una paz que acabó cuando el Imperio Otomano se convirtió
en la nación turca y emprendió sus propias operaciones de limpieza
étnica.
Nada puede ser más
peligroso que remover imprudentemente, como está haciendo en la
actualidad el PP, un complejo mal definido de sentimientos, más que
de ideas, nacionalistas, que la propia voluntad de confusión ha
llevado a que nunca se clarifiquen adecuadamente. Porque en sus
aguas profundas se mezclan, junto a razones culturales plenamente
legítimas, prejuicios racistas (como los que sirvieron en 1812 para
restringir el acceso de los españoles negros a la ciudadanía), mitos
irracionales que perpetúan viejos odios (no hace tanto que se han
retirado las cabezas de moros que colgaban en algunas catedrales, o
que se ha dejado de celebrar la resurrección de Cristo lanzándose a
una simbólica matanza de judíos) y desprecios ancestrales entre los
distintos miembros de una misma comunidad.
Nada puede resultar
más despreciable que el uso que en la actualidad hace el PP de los
prejuicios identitarios para dividir y enfrentar al conjunto de unos
ciudadanos que en los tiempos sombríos del franquismo lucharon
conjuntamente para recuperar las libertades democráticas colectivas.
En las manifestaciones de los 11 de septiembre de la Cataluña
franquista había muchos menos "burgueses nacionalistas" que
trabajadores inmigrantes que desafiaban las persecuciones policiales
para reclamar a un tiempo "libertad, amnistía y estatuto de
autonomía", porque tenían claro que luchaban contra el enemigo común
de las libertades de todos y que éstas iban a ganarse o a perderse
conjuntamente.
En momentos como
éste me parece que hay pocas tareas más urgentes que desenmascarar
la demagogia que se hace invocando en vano el nombre de la nación y
esforzarnos en que el debate político vuelva a situarse en el
terreno del ejercicio responsable de la razón, para ocuparse ante
todo de los derechos y los deberes de los ciudadanos.
Josep Fontana, catedrático de Historia, dirige el Instituto
Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la Universitat
Pompeu Fabra de Barcelona |