La República llegó
en abril de 1931 de forma pacífica, con celebraciones populares en
la calle y un ambiente festivo donde se combinaban esperanzas
revolucionarias con deseos de reforma y cambio. Apenas cinco años
después, esa República estaba defendiéndose en una guerra civil a la
que le había llevado un golpe de Estado.
La Segunda
República pasó dos años de relativa estabilidad, un segundo bienio
de inestabilidad política y unos meses finales de acoso y derribo.
Tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos y amenazas desde arriba y
desde abajo. Su ingente obra de reformas políticas y sociales abrió
un abismo entre varios mundos culturales antagónicos, entre
católicos practicantes y anticlericales convencidos, amos y
trabajadores, Iglesia y Estado, orden y revolución.
Las dificultades
que en España encontraron la democracia y la República para
consolidarse procedieron de varios frentes. En primer lugar, resultó
muy complicado consolidar una coalición estable de republicanos y
socialistas, entre los representantes de un sector amplio de las
clases medias y los de un sector también amplio de las clases
trabajadoras urbanas. Ese proyecto común, que surgió en el verano de
1930 del pacto de San Sebastián y que presidió los primeros meses de
la República, duró apenas dos años. Los republicanos más
conservadores y católicos se desmarcaron ya del proyecto en octubre
de 1931, con motivo del debate sobre la cuestión religiosa y de sus
desacuerdos con el alcance de otros proyectos reformistas,
principalmente el agrario y la legislación laboral puesta ya en
marcha por los socialistas.
Fue precisamente la
hostilidad hacia los socialistas la causa de que el Partido Radical,
eje fundamental de la alianza republicana, abandonara el Gobierno y
pasara a la oposición en el Parlamento en diciembre de 1931. Manuel
Azaña, jefe de Gobierno tras aprobarse la Constitución, prefirió
prescindir de Alejandro Lerroux, que le exigía la salida de los
socialistas, y seguir con los tres representantes del PSOE en el
Ejecutivo, pensando que era la mejor forma de estabilizar la
República. Los apoyos parlamentarios del Gobierno se redujeron así
considerablemente, porque los radicales habían obtenido 94 diputados
en las elecciones constituyentes de ese año y las clases medias se
dividían todavía más. El Partido Radical tenía detrás a un buen
número de funcionarios, artesanos y profesionales liberales, como
los tenían los republicanos de izquierda, pero también a empresarios
y patronos que no comulgaban con las ideas y los proyectos de la
izquierda.
Por abajo, lo que
se supone que iba a ser la incorporación de la clase obrera al
Gobierno y a la administración del Estado encontró desde el
principio importantes límites, porque en la sociedad española había
un potente movimiento anarcosindicalista que prefería la revolución
como alternativa al gobierno parlamentario. Algunos de los grupos
más puros de ese movimiento se lanzaron a la insurrección, en enero
de 1932 y enero y diciembre de 1933, como método de coacción frente
a la autoridad establecida. Sin embargo, como la historia de la
República muestra, desde el principio hasta el final, el recurso a
la fuerza frente al régimen parlamentario no fue patrimonio
exclusivo de los anarquistas ni tampoco parece que el ideal
democrático estuviera muy arraigado entre todos los sectores
políticos republicanos o entre los socialistas, quienes ensayaron la
vía insurreccional en octubre de 1934, justo cuando incluso los
anarquistas más radicales la habían ya abandonado.
Frente a las
reformas políticas y frente al lenguaje y prácticas revolucionarias,
las posiciones antirrepublicanas crecían a palmos entre los sectores
más influyentes de la sociedad como los hombres de negocios, los
industriales, los terratenientes, la Iglesia o el Ejército. La CEDA,
creada a comienzos de 1933, el primer partido de masas de la
historia de la derecha española, se propuso defender la
"civilización cristiana", combatir la legislación "sectaria" de la
República y "revisar" la Constitución. Cuando esa "revisión" de la
República en un sentido corporativo y autoritario no fue posible
efectuarla a través de la conquista del poder por medios
parlamentarios, sus dirigentes, afiliados y votantes comenzaron a
pensar en métodos violentos. Sus juventudes y los partidos
monárquicos ya habían emprendido la vía de la fascistización
bastante antes. A partir de la derrota electoral de febrero de 1936,
todos captaron el mensaje, sumaron sus esfuerzos para conseguir la
desestabilización de la República y se apresuraron a adherirse al
golpe militar.
El hundimiento del
Partido Radical en diciembre de 1935, tras la salida a la luz de una
serie de escándalos de corrupción, dejó a la República sin centro
político. No había derecha liberal y no se podía contar con las
masas católicas para las reformas, por muy moderadas que ésas
fueran. La República, por lo tanto, tampoco pudo consolidarse desde
arriba, fundamentalmente porque esos grupos no creían en ella y la
coalición gubernamental de centro-derecha del segundo bienio se
desintegró. En los primeros meses de 1936, el amplio espacio
político de la CEDA lo comenzaron a ocupar las fuerzas
extraparlamentarias y antisistema de la extrema derecha.
Algunos autores
buscan la causa del "fracaso" de la República, pues ése es el
término que suele utilizarse, en el territorio de la política, y más
concretamente en la "polarización" y en la violencia política. Sin
embargo, las manifestaciones más extremas de esa violencia, las
insurrecciones anarquistas de 1932 y 1933 y la socialista de octubre
de 1934, fueron reprimidas y ahogadas en sangre por las fuerzas
armadas del Estado republicano. Mientras las fuerzas armadas y de
seguridad se mantuvieron unidas y fieles al régimen republicano, los
movimientos insurreccionales pudieron sofocarse.
Esas graves
alteraciones del orden, como lo había sido ya la rebelión del
general Sanjurjo en agosto de 1932, hicieron mucho más difícil la
supervivencia de la República y del sistema parlamentario, pero no
causaron su final, ni mucho menos el inicio de la guerra civil. En
febrero de 1936 había habido elecciones libres y existía un Gobierno
que emprendía de nuevo el camino de las reformas, con una sociedad,
eso sí, más fragmentada y con la convivencia más deteriorada. El
sistema político, por supuesto, no estaba consolidado y, como pasaba
en todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran
Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del
autoritarismo avanzaba a pasos agigantados.
Nada de eso, sin
embargo, conducía necesariamente a una guerra civil. Ésta empezó
porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del
Estado y del Gobierno republicano para mantener el orden. El golpe
de muerte a la República se lo dieron desde dentro, desde el propio
seno de sus mecanismos de defensa, los grupos militares que
rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en julio de 1936. La
división del Ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el
triunfo de la rebelión. Pero al minar decisivamente la capacidad del
Gobierno para mantener el orden, ese golpe de Estado dio paso a la
violencia abierta, sin precedentes, de los grupos que lo apoyaron y
de los que se oponían. En ese momento, y no en octubre de 1934 o en
la primavera de 1936, comenzó la guerra civil.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de
la Universidad de Zaragoza.
PAÍS - 01-05-2006