El 25 de enero
de 1939, a los 7 años de edad, descubrí de súbito cómo iba a
ser la nueva España del general Franco en que me tocaría
vivir. Ocurrió en Valldoreix, en las cercanías de Barcelona,
donde mis padres me habían buscado alojamiento para
mantenerme alejado de los bombardeos. Un soldado marroquí
entró en la casa, fusil en mano, y se hizo abrir los
armarios y los cajones para llevarse lo que le apetecía. Por
suerte, tenía prisa –las tropas marchaban rápidamente hacia
Barcelona sin encontrar resistencia– y la cosa no pasó de
aquí. Pero era un anuncio de lo que iba ser nuestra vida en
los años siguientes.
Dos días
después, regresaba con mis padres a Barcelona. Era por
entonces una ciudad desconcertada, con las calles llenas de
uniformes militares, boinas rojas de requetés y camisas
azules de falangistas, festejados por los miembros de la
quinta columna que habían salido de sus madrigueras.
Faltaban, en cambio, quienes habían partido hacia Francia en
grandes caravanas: unos 200.000 fugitivos que, sin aquella
oportunidad de huida, hubieran podido ser víctimas de lo que
el general Dávila calificaba, en su bando de 26 de enero,
como "el Consejo de Guerra permanente" que iba a empezar muy
pronto la campaña sistemática de fusilamientos en el Campo
de la Bota, donde fueron cayendo quienes habían cometido el
error de pensar que, no teniendo delito alguno del que
responder, no corrían peligro.
Ignoraban que
la ley que se les iba a aplicar, el bando de la Junta de
Defensa Nacional de 28 de julio de 1936, consideraba
rebelión militar el hecho de no haberse sumado a su
levantamiento. Para acabarlo de redondear, se publicó por
entonces un estudio jurídico sobre el delito de "excitación
a la rebelión", que concluía que "la voluntariedad no es
requisito indispensable para que se produzca plenamente".
Cuando en julio
de 1939 visitó España el conde Ciano, yerno de Mussolini, al
que vino a recibir en Barcelona el cuñadísimo Serrano Súñer,
se escandalizó ante la suerte de los reclusos que, dijo, "no
son prisioneros de guerra, sino esclavos de guerra", y
señaló que, a los cuatro meses de acabada la Guerra Civil,
todavía se seguía fusilando: "Sólo en Madrid, entre 200 y
250 al día; en Barcelona, 150; en Sevilla, una ciudad que no
estuvo nunca en manos de los rojos, 80".
El mismo día de
nuestro regreso a Barcelona, el 27 de enero, el periódico La
Vanguardia anunciaba a sus lectores que cambiaba su
numeración para reemprenderla donde quedó el 19 de julio de
1936, repudiando todo lo que se había publicado desde
entonces. Había que acomodarse a los nuevos tiempos.
Desde los
primeros días, el periódico iba a ofrecer, para la
reeducación de sus lectores, toda una serie de
colaboraciones de intelectuales franquistas –Francisco de
Cossío, Víctor de la Serna, Manuel Aznar…–, con textos de
una retórica imperial que explican el estupor de Azaña en
junio de 1939, cuando escribía desde el exilio: "Todas las
informaciones que recojo prueban que, sin haberse retirado
la ola de sangre, ya se abate sobre España la ola de la
estupidez en que se traduce el pensamiento de sus
salvadores. Por comparación, la CEDA era una asamblea de
filósofos y poetas. El desastre para todo el país debe ser
aún mayor de lo que yo me imaginaba y temía. Para cubrirlo,
unos pedantes esquizofrénicos se encaraman sobre las ruinas
acumuladas por los militares y vomitan palabras sin sentido.
Quieren hacer un imperio vertical y azul. Todo lo ocurrido
en España es una insurrección contra la inteligencia. Esto
es peor que la depravación de los caracteres, que tanto me
había hecho rabiar. Ahora el imperio español debe cambiar,
como yo proponía hace 20 años, el animal heráldico del
escudo y sustituir el león con una mula".
Durante los
meses siguientes, mi familia tuvo difícil la subsistencia.
Mi padre, que era librero, se encontró con su
establecimiento clausurado durante más de seis meses. El 14
de julio del "Año de la Victoria", como consta en el acta de
donde tomo estas informaciones, dos policías procedieron al
"levantamiento del precinto" de la librería, con el único
fin de que pudiera dedicarse a depurarla de "libros
contrarios a las orientaciones espirituales y políticas del
Nuevo Estado, y todos aquellos cuya venta haya sido
prohibida por el departamento de censura", además de
comprometerse a entregar, en el plazo de tres días, todos
los libros adquiridos "durante el dominio rojo" de los que
no tuviera factura o recibo, lo que, para un librero de
viejo que compraba lo que le ofrecían en la propia tienda,
quería decir casi todo.
Tres días
después, mi padre entregaba 17 paquetes y, el 2 de agosto,
"se procedía a levantar la clausura de su establecimiento, y
se le autorizaba a reanudar sus operaciones habituales de
compra y venta de libros de lance", sujeto a condiciones
como a la de retener resguardos de todas las compras o
ventas que hiciera "cuyo importe exceda de 15 pesetas", con
el detalle preciso de todos los libros comprados y vendidos.
Lo cual no le
ponía al abrigo de otras formas de saqueo, que prosiguieron
durante años. Conservo, entre otros, un papel del 16 de
agosto de 1944 que acredita que el agente Juan Luis Martínez
Palomero "retira el libro titulado La lucha contra el
demonio, de Stefan Zweig" vaya usted a saber por qué. O de
otras formas de intimidación, como la de un individuo que,
vistiendo la camisa azul de Falange y con pistola al cinto,
le convenció de que le convenía subscribrise al semanario
Destino.
En 1939,
aprendí, a los 7 años de edad, que me iba a tocar vivir en
una España que, como resultado del triunfo de una
insurrección contra la inteligencia, combatía la libertad
cultural y se defendía del peligro de los libros
censurándolos y destruyéndolos.
Josep Fontana
es miembro del Consejo Editorial de
Sin Permiso,
catedrático de Historia y director del Instituto
Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la
Universitat Pompeu Fabra
Público, 31 marzo 2009
|